Escribo poco antes de que el año concluya; es decir el lapso de 365 días, 5 horas, 48 minutos y 45 segundos que tarda la Tierra,  en cruzar el equinoccio de primavera y regresar al punto de partida. ¿Desde cuándo se cumple, hasta cuándo tendrá lugar, esta disciplina de hierro? Es imposible saberlo. Remontando la mirada hacia más lejanos horizontes, advertimos que el Sol, y toda su corte de cuerpos celestes, son apenas un pequeño componente de la Vía Láctea, un agrupamiento de estrellas en forma de disco que rinde tributo a un núcleo aún mayor. ¿Dónde, pues, se encuentran los confines del Universo? ¿Cuál es el punto de intersección del Tiempo y el Espacio? Nadie lo sabe. Abrumada la razón por estas magnitudes inconmensurables sólo tiene una alternativa: aceptar con  humildad que como el Ser no puede provenir de la Nada, todo cuanto existe es producto de un acto de creación; que más allá de la bóveda celeste tiene que existir un primer Motor Inmóvil que sostiene el Cosmos.
 
A los cristianos no basta esta suerte de religión natural. Creen que Dios se ha hecho hombre para redimirnos de nuestros pecados y ofrecernos la posibilidad de que, luego de los padecimientos inherentes a este “valle de lágrimas”, podamos gozar de la gloria eterna a la vera del Altísimo. Por eso el creyente exclama, con las palabras del libro de Job, “Después de las tinieblas espero la Luz”. Dichoso él: la fe en la vida perdurable lo libera de la angustia de sabernos mortales; y le promete el Paraíso si, arrepintiéndose de sus faltas, cumple los mandatos que Dios ha impreso en nuestra conciencia, la cual, como bien sabemos, es harto problemática. No le resulta fácil en todos los casos discernir el bien del mal; y a veces las opciones que se nos presentan son modalidades del mal, de modo  que en tal caso  hay que elegir la menos dañina. Para algunas vertientes del Cristianismo estos angustiosos dilemas se resuelven gracias al magisterio de la Iglesia que, en caso de duda, podrá indicarnos el camino correcto.
 
Y no de poca ayuda es para los católicos la intersección de María Madre de Dios: si oramos con fe profunda nuestros anhelos, incluidos los más materiales y concretos, pueden realizarse. Bien recuerdo las palabras de la novena de aguinaldos que de niños, con profunda unción, rezábamos: “Todo lo que quieras pedir, pídelo por los méritos de Mi Infancia y nada te será negado”. (Que Dios nos perdone por solicitarle juguetes y no la abolición de la pobreza en este planeta en el que decidió encarnarse).
 
Dura, por contraste, la situación del no creyente. Entre Dios y los hombres existe un abismo infranqueable que hace imposible el diálogo: el Ser Supremo no se ocupa de los asuntos terrenos y es sordo ante nuestros clamores. La muerte, además de inevitable, es definitiva; no existe otra inmortalidad que el evanescente recuerdo de quienes nos amaron o el representado por las obras de beneficio común que hayamos realizado. Nadie comparte desde el ultramundo la agonía del individuo que debe decidir, día a día, su destino. Cada uno de nosotros es, al propio tiempo, legislador y juez de su conducta moral.
 
Tal vez en la soledad del hombre en el Universo, en la certeza de la muerte sin resurrección posible, en este hallarse condenado al ejercicio del mayor de los atributos -la anhelada y temida libertad-, sin otra guía que la que alumbra en el fondo de cada uno de nosotros, se encuentre la verdadera dignidad. Así lo creo.
 

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