En dos semanas se iniciarán las negociaciones para la celebración de un tratado de libre comercio entre los Estados Unidos, Perú, Ecuador y Colombia. El Gobierno ha expuesto en múltiples ocasiones las razones que inspiran esa decisión: la necesidad de contar con un "motor" nuevo que haga sostenible el crecimiento económico, aumente el empleo, el bienestar social y reduzca la pobreza.

 

El examen de los progresos alcanzados por otros países que han seguido estrategias semejantes, sugiere que nos movemos en la dirección correcta; es necesario, además, asumir las implicaciones de tres factores de carácter estructural: el gasto público, que durante la década pasada explicó el 20% del magro crecimiento del periodo, tiene que reducirse para evitar una crisis fiscal; las exportaciones de petróleo, que son un tercio de las totales, están disminuyendo y podrían extinguirse pronto; sufrimos una deficiencia de ahorro doméstico que debe ser compensada con flujos mayores de inversión extranjera.

 

Por sólidas que estas consideraciones sean, el debate sobre la conveniencia de una mayor apertura económica permanecerá indefinidamente abierto. Tratándose de cuestiones políticas fundamentales no hay verdades incontrovertibles ni cabe la "cosa juzgada", aunque es preferible que las discusiones versen ahora más sobre cómo lograr un buen acuerdo. El equipo negociador, integrado por funcionarios de todos los ministerios, ha hecho la tarea de elaborar el "mapa" de la negociación -un catálogo completo de intereses ofensivos y defensivos- que está discutiendo con el sector privado y que el alto gobierno debe validar en fecha próxima. No obstante, es bueno recibir todos los comentarios que ayuden a fortalecer la posición nacional o a corregir el rumbo si fuere necesario. La confianza en el saber acumulado sobre las fortalezas y debilidades del sistema productivo, que se ha incrementado con el respaldo general a la negociación con MERCOSUR, no puede dar sustento a la arrogancia.

 

El Senado, a petición de su Presidente y con el beneplácito del Gobierno, ha constituido una comisión especial de seguimiento a la negociación con los Estados Unidos, que estará integrada por un grupo amplio de senadores de las distintas bancadas y regiones. Hay que pedir a la Cámara que proceda en el mismo sentido. Si bien es cierto que la conducción de las relaciones internacionales corresponde, de modo exclusivo, al Presidente de la República, es indispensable que el Congreso, que tiene la competencia para aprobar o no los tratados que éste celebre, participe activamente en el proceso. Para esto tiene a su disposición el instrumento poderoso del control político.

 

Lo anterior explica porque el Gobierno se opone a un proyecto de ley, presentado por el Senador Rodrigo Rivera y otros destacados congresistas, que inspirado en el loable propósito de darle juego al Parlamento en las negociaciones que recién comienzan, pretende restringir la autonomía del Presidente de la República en un ámbito que la Constitución le asigna por entero. El precedente sería gravísimo para futuros gobiernos, no sólo para el actual. Recuérdese que la Carta prohíbe a las cámaras "Inmiscuirse por medio de resoluciones o de leyes, en asuntos de competencia privativa de otras autoridades". Sin embargo, lo que no puede lograrse por la vía de una ley está abierto al escrutinio riguroso del Congreso y podría ser materia de un amplio acuerdo político en el que participen sectores de la oposición.

 

Esta previsto que las negociaciones terminen en Enero próximo. Que así ocurra depende de que todos los estados participantes estén satisfechos con los resultados. A la luz de experiencias recientes, tales como la de Centroamérica y Australia, cabe conjeturar que el tiempo es suficiente. Ya se verá.

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