Se entiende por “economía política” el análisis de los impactos que en los diferentes sectores de la sociedad tiene la adopción de  políticas públicas. Partiendo de la tendencia natural que individuos y grupos tienen a maximizar su propia utilidad, es posible determinar ganadores y perdedores, y predecir cuál será su  reacción ante las medidas que se proponen. En ese escenario de intereses enfrentados el gobernante tiene la carga de decidir.
 
Esta responsabilidad es compleja. Elegir entre opciones enfrentadas es, con frecuencia, un ejercicio basado en consideraciones ideológicas y no en factores objetivos; no suelen formarse grupos de presión para la tutela de los intereses generales o difusos de la sociedad mas sí de intereses sectoriales; dar un peso suficiente a las conveniencias de largo plazo, como las que inciden en el crecimiento sostenible y en el bienestar de las nuevas generaciones, requieren visión y fortaleza que suelen ser excepcionales.
 
Como es bien sabido el Gobierno pretende acelerar el crecimiento de la economía y aumentar el bienestar social mediante un mayor dinamismo del comercio exterior y la inversión extranjera. Hay en la escogencia de esta alternativa, como en la aguerrida resistencia que en ciertos sectores ella suscita, elementos ideológicos respecto de los cuales el debate resulta baldío. Es bueno aceptar esta realidad, absteniéndose de agraviar al otro tildándolo de dinosaurio o neoliberal sin corazón, y limitarse a aportar con serenidad los argumentos en pro de las tesis que se defienden. El conocimiento de los resultados que otros países que han obtenido abriendo sus economías -España, Chile, China, India, Irlanda, Corea del Sur- nos persuade de que nos movemos en la dirección correcta. En todos ellos ha aumentado el ingreso per cápita y se ha reducido la pobreza.
 
Existe, de otro lado, sólida evidencia empírica para afirmar que un grado mayor de exposición de la oferta doméstica a la competencia externa beneficia a los consumidores, reduce el desempleo, alienta el desarrollo de sectores productivos incipientes y estimula los flujos de inversión. Acontece, sin embargo, que suele ser débil el respaldo político que estos intereses logran movilizar. En casi ninguna parte hay movimientos poderosos de consumidores o de quienes carecen de empleo pero que podrían tenerlo en un ambiente de mayor competencia; desde luego, tampoco los eventuales inversionistas se organizan en defensa de unas posibilidades  promisorias pero no a priori evidentes. Por contraste, es significativa la fuerza política que de ordinario tienen los empresarios y trabajadores que ven amenazados los márgenes de rentabilidad y salarios que en ciertos casos son factibles en economías cerradas.
 
En último termino, vale la pena mencionar que las políticas que tienen por objeto reconversiones del aparato productivo mediante la reducción de los niveles de protección tienen costos sectoriales visibles y beneficios perdurables de naturaleza incierta que se difunden en el conjunto de la sociedad. De ahí que los opositores se movilicen con facilidad y sea ardua tarea conseguir respaldo para las reformas.  Juega aquí el conocido aforismo que justifica el status-quo: “Más vale pájaro en mano que ciento volando”.
 
Si con lo dicho queda formulado correctamente el problema de economía política derivado en las negociaciones comerciales con otros países se habrá avanzado en su resolución. La tarea por delante es, sin embargo, abrumadora: negociar bien, mantener el respaldo del empresariado rural y urbano, persuadir a las regiones  de que tienen un potencial de crecimiento inexplotado, convencer al Congreso de que vote los tratados y a la Corte Constitucional de que ellos son congruentes con las normas superiores, son cuestiones en las que es mejor no pensar los domingos en la tarde.
 

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