Regreso al análisis del Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Canadá y México al cumplir 10 años de vigencia. A sabiendas de que el futuro es incierto y de que nuestra capacidad de moldearlo es limitada, es siempre útil extraer lecciones de lo que otros ya han vivido.

 

Es incuestionable que durante esta década se produjo una notable internacionalización de la economía mexicana. La sumatoria de las transacciones externas sobre el producto se ha más que duplicado entre 1985 y 2002 generando un amplio superávit comercial. Al mismo tiempo, se ha producido una recomposición profunda de la canasta exportadora. Mientras que en 1980 el petróleo representaba el 58% de las exportaciones, en 2002 apenas llegaba al 9%; las manufacturas, a su vez, han pasado del 31% al 89%. Sustituir la exportación de bienes básicos, cuyos precios tienen una tendencia secular a la baja, por productos que incorporan valor agregado en proporciones crecientes, aumenta la riqueza de los países.

 

Cuando se trata de la liberalización del comercio de bienes entre países de grado desigual de desarrollo, como es el caso de México frente a sus vecinos del norte, es necesario pactar cronogramas asimétricos para las desgravaciones arancelarias. Esto fue lo que se hizo: USA liberó de inmediato el 61% de su arancel; México sólo el 36% y tiene 15 años de plazo para poner en cero sus tarifas para el 18% de ese universo; Estados Unidos, por contraste, demora la liberación de apenas el 5% en ese lapso dilatado.

 

En consecuencia, el socorrido argumento consistente en "que nos van a arrasar" no es inexorable si se negocia teniendo en cuenta las fortalezas y debilidades del aparato productivo doméstico. Para que este objetivo se cumpla es necesaria una adecuada interlocución con el sector privado.

 

Tirios y Troyanos concuerdan en que las variables "nominales" de la economía - tasas de cambio, inflación y tasas interés- son cruciales. La disputa comienza cuando se postula la manera de lograr que tengan un buen desempeño. Algunos creen que ellas pueden ser fijadas "ad libitum" por los gobiernos, en tanto que otros consideran que su desempeño correcto en buena parte es función de una buena política macroeconómica. Esto último es lo que México ha hecho para optimizar los beneficios de su apertura al exterior.

 

En efecto: la flotación del tipo de cambio ha permitido que se reduzca la volatilidad del peso frente al dólar y otras monedas duras, lo cual es determinante de que la inflación, envilecedora de los ingresos salariales y enemiga del crecimiento sostenible, sea cosa del pasado. Tasas de inflación reducidas han hecho posible que México tenga ahora las tasas de interés más bajas de su historia y de que se hayan ido ampliando para el Gobierno y el sector privado, las posibilidades de financiamiento a largo plazo. Logros semejantes son deseables y posibles en Colombia en un contexto de mayor apertura hacia el exterior.

 

Los defensores del "statu quo" descalifican el proceso de desarrollo industrial de México jalonado por las exportaciones calificándolo como de "maquila", o mero ensamble de materias primas importadas. Aún si esto fuere cierto, el impacto social es muy importante. El empleo industrial en los sectores vinculados a las exportaciones ha crecido sustancialmente. Lo mismo cabe afirmar de los salarios reales, que son 40% más altos en el sector exportador que en el resto de la economía.

 

Para disipar el temor por la suerte del agro -cuya importancia por razones políticas y sociales sería torpe ignorar- van estos datos: del consumo total de los Estados Unidos, más de la mitad de los pepinos, nueve de cada diez limones, una de cada dos berenjenas, uno de cada tres tomates, uno de cada cuatro espárragos, uno de cada cinco kilos de espinacas, una de cada seis sandías, provienen del campo mexicano.

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