La distribución del ingreso en nuestro país es mala y no muestra progresos con el paso del tiempo. Cuestión diferente es que la pobreza se haya reducido, en términos relativos, desde luego: como la población crece año tras año y, en ciertos períodos a tasas elevadas, hoy tenemos más pobres que nunca. El crecimiento económico, en especial si se da jalonado por sectores intensivos en mano de obra y en la explotación de ventajas competitivas, es eficiente en la reducción de la pobreza, pero es preciso reconocerlo puede empeorar la distribución del ingreso en un doble sentido: los trabajadores con más y mejor educación incrementan la prima que el mercado les reconoce frente a los menos educados; las regiones con mejor dotación de recursos físicos, sociales e institucionales pueden ampliar la brecha sobre las demás. China y México, cuyas economías se han internacionalizado rápidamente, exhiben, simultáneamente, la cara amable del proceso: menos pobres; y la ingrata: mayor inequidad, tanto entre grupos poblacionales como entre regiones.

Es obvio, por lo tanto, que el Estado debe propiciar el crecimiento económico pero, así mismo, que ha de tener una política eficiente de redistribución del ingreso. Descartadas, por su probada ineficacia, las estrategias tipo “Robin Hood” quitarle a los ricos para repartir entre los pobres, hay que acudir a la política fiscal en sus dos módulos: la tributación y el gasto público.

En economías cerradas, como lo fue la nuestra durante buena parte de la pasada centuria, es posible adoptar sistemas impositivos con un fuerte componente de redistribución: elevadas y progresivas tarifas del impuesto sobre la renta complementados con impuestos al patrimonio. Como en economías de este tipo la protección arancelaria garantiza altos retornos sobre el capital invertido, el esquema puede, en principio, funcionar bien. Pero cuando se decide abrir los mercados domésticos, en aras de acceder  a espacios económicos de mayor tamaño y de explotar ventajas competitivas, ese tipo de estructura impositiva deja de ser viable; resulta difícil que las empresas nacionales puedan competir con las foráneas, si su tasa impositiva es mayor que la de sus competidores sometidos a una jurisdicción tributaria extranjera. Como esta es la situación de Colombia, es indispensable que el próximo gobierno presente una reforma tributaria encaminada al reordenamiento de las fuentes del ingreso, y no tanto al aumento del recaudo.

Así las cosas, el peso de la política de redistribución recae, con mayor énfasis que antes, en el “gasto social”. ¿Qué tan equitativo es Colombia? Tal es el interrogante que la Contraloría pretende esclarecer en su estudio “Evaluación del Gasto y la Política Social”, de reciente publicación. Para este propósito propone una clasificación, que creo correcta, de los distintos componentes del gasto social: subsidios, uso de los recursos parafiscales y transferencias a las regiones (Sistema General de Participaciones y Fondo Nacional de Regalías).

Los resultados del análisis son agridulces. En el período 1997- 2003, los tres primeros quintiles el 60% más pobre de la población recibió una proporción elevada, hasta el 40.6% en el caso del primero, y, además, creciente de sus ingresos totales a través de subsidios estatales de diferente tipo, mientras que los quintiles cuatro y cinco recibieron transferencias gratuitas en proporciones reducidas. Esto significa que los subsidios tuvieron un impacto positivo en la mejora de la equidad distributiva medida por el coeficiente Gini; vistas en detalle las cifras, es también claro que falta mucho trecho por recorrer. De otro lado, lo que es cierto para el conjunto no lo es tratándose de las distintas modalidades de subsidio. Hay progresividad en salud y educación, pero no en vivienda.       

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