La pobreza en Colombia ha venido reduciéndose si se la mide por el índice de necesidades básicas insatisfechas (NBI). Este resultado, positivo  e insuficiente, contrasta con el fracaso secular en la mejora de la distribución del ingreso. Así, por ejemplo, en el año 2003, el 20% más rico de la población se quedó con el 63% del ingreso nacional, mientras que el 20% mas pobre tuvo una tajada de apenas el 3%. Esta fotografía es, en esencia, la misma de 30 años atrás; una de las peores del mundo. Pero hay una ceja de luz: cuando a esa distribución se suman los subsidios que el Estado realiza y otras transferencias gratuitas a favor de los sectores desvalidos la situación mejora un poco. Para “consuelo de tontos”, añado que “el mal es de muchos”: con excepción de los países escandinavos pocos han tenido éxitos redistributivos importantes.

Para avanzar en la lucha contra la pobreza y la inequidad distributiva requerimos una buena política social. Ella, por cierto, implica superar la creencia de que los  problemas se resuelven privando a los ricos de bienes o ingresos para repartirlos entre los pobres, o arrojándoles dinero a manos llenas. Como el acervo de la riqueza colectiva no es estático, hay que tener en cuenta el impacto de las políticas sociales en la tasa de crecimiento; y la sostenibilidad y calidad de las transferencias de recursos presupuestales en pro de grupos sociales rezagados.

Útiles elementos para el debate aporta la Controlaría General con la publicación de su reciente “Evaluación del Gasto y la Política Social”.  Allí se afirma, con razón,  que  el “gasto público social” es aquel que contribuye a la formación de capital humano (salud y educación), a la reducción de la pobreza o a la redistribución de bienes e ingresos. La Constitución, si bien no define el concepto, menciona algunos de los elementos que lo constituyen al decir que son finalidades sociales del Estado “…la solución de las necesidades insatisfechas de salud, de educación, de saneamiento ambiental y de agua potable”. La Ley Orgánica del Presupuesto añade que a esta categoría también pertenecen las demás erogaciones destinadas al “bienestar general y al mejoramiento de la calidad de vida de la población”. Dado que, en principio, cualquier gasto público puede lograr estos cometidos, es imposible que en la contabilidad pública se registre con claridad el “gasto público social”.

Es, evidente, pues, que habría que restringir la definición jurídica  de este concepto fundamental. Pero para que ello sea factible es necesario corregir dos errores del texto constitucional. El primero: que el gasto de inversión social contenido en el Presupuesto Nacional, no puede disminuir, en términos porcentuales, frente al  del año precedente; el segundo: que el gasto público social tiene precedencia sobre cualquiera otro. La extrema rigidez de estas reglas obliga, como lo permite la Ley, a utilizar “contabilidad creativa”.

Desde el punto de vista funcional el gasto público se abre en tres categorías: provisión de bienes públicos (defensa, seguridad, infraestructura), desarrollo económico (investigación, transferencia de tecnología), y gasto social. La asignación de recursos a cada uno de estos propósitos, más allá del ciclo presupuestal y sus eventuales compromisos inter-anuales, carece de sentido. En medio de una recesión, las prioridades son diferentes que cuando la economía crece bien; igual ocurre cuando la existencia misma de la organización social está amenazada que cuando se disfruta la paz. Si hubiera flexibilidad en la dinámica relativa de los distintos rubros presupuestales, sería posible definir con precisión, como lo quiere la Contraloría, el gasto social. Paso previo para que podamos medirlo - y evaluarlo - mejor

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