El fracaso de los referendos aprobatorios de la Constitución Europea en Francia y Holanda ha puesto en entredicho la suerte de este tramo último en la construcción de las instituciones europeas. Así este tropiezo pueda ser superado, la noticia no es buena. La Unión Europea ha jugado un papel crucial en la conquista de la paz en un continente que, desde tiempos inmemoriales, ha sido azotado por la guerra; y en la construcción de un espacio económico común dentro del cual, personas, capitales, mercancías y servicios pueden moverse sin restricciones, lo cual, sin duda, ha contribuido al crecimiento y al bienestar de sus pueblos. España, por ejemplo, que ha tenido un éxito colosal en la mejora de sus condiciones de vida, no habría podido lograrlo sin la garantía de su acceso franco a los mercados de los países más ricos de la Unión.

Desde la óptica del balance del poder mundial, el tropiezo europeo es  lamentable. Una Europa fuerte y unida es indispensable para reducir el poder de acción unilateral de los Estados Unidos. China no es todavía, y tal vez no lo será jamás, el líder que se requiere para equilibrar fuerzas e intereses. Japón, Corea e India, entre otros países del Asia, difícilmente van a permitírselo.

Se ha dicho que el “no” a la Constitución, es el triunfo de la Europa “social” contra la “liberal”. Discutible afirmación. Cierto es que el proceso de integración económica -que habrá de continuar porque no depende de la aprobación de ese estatuto- pone en tela de juicio la generosa política de seguridad social que practican países como Alemania y Francia: los costos que a la demanda de empleo ella genera les impide competir con otros países comunitarios que cifran en las mejoras en la productividad y competitividad, no en los subsidios a los trabajadores cesantes, su estrategia social.

Pero, de otro lado, si ser liberal es, también, ser solidario, el “no” de dos de los más ricos de la Unión es una manifestación de insolidaridad con los 10 países ex-comunistas recientemente incorporados que han entrado a competir por las nuevas inversiones en sus propios territorios y por los puestos de trabajo de menor calificación en suelo holandés o francés. No se aprecia que, por obvia contrapartida, los países de Europa oriental compran, en proporciones crecientes, lo que otros países europeos les ofrecen en mejores condiciones de calidad y precio.

Siempre se ha dicho que “los extremos se juntan”, sentencia que  resulta singularmente acertada en los recientes episodios electorales: la derecha, que es xenófoba y provinciana, y la izquierda, que aglutina a las minorías sindicalizadas, han unido sus fuerzas para descarrilar la Constitución. Sorprende percibir cuán lejos se encuentran los izquierdistas de ahora, en aquellas y estas latitudes, de las visiones internacionalistas que Marx y Engels defendieron con ardoroso empeño cuando clamaban por la unión de los proletarios sin consideraciones de nacionalidad.

Es evidente que una buena dosificación de los principios de la democracia participativa, fuente incuestionable de legitimidad política, con los de la representativa, menos espectacular pero más ecuánime, es indispensable; ninguna de ellas es, per se, superior a la otra. Sin embargo, aquella funciona mal cuando se trata de pedir a la ciudadanía, que no es experta en temas técnicos, que tome las decisiones. Por eso en el “no” a la Constitución pesaron tanto los temores y antipatías de los electores, y muy poco la lectura del largo y complejo texto normativo. No es esta, sin embargo, la primera crisis que Europa ha tenido que superar. Que lo logre de nuevo al mundo beneficia.

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