Hace algunas semanas escribí una columna titulada “Mal Menor”. Su punto de partida fue la situación hipotética y extrema que reproduzco: “un grupo terrorista coloca una bomba en el muro de contención de una hidroeléctrica; se sabe que la energía liberada por su estallido provocará miles de muertos. La policía captura a uno de los delincuentes quien se niega a suministrar la información para desactivarla. El primer ministro, abrumado por la inminencia de la tragedia, pregunta qué puede hacerse. Le dicen que interrogar al detenido con técnicas que dobleguen su voluntad para hacerlo confesar, por ejemplo, inyectándole una droga de “la verdad”; de lo contrario el apocalipsis es inevitable”.

A continuación reseñé que el derecho internacional, tanto como la legislación interna, califican como tortura cualquier forma de manipulación de la voluntad del detenido, así no se le cause daño físico o moral; que si se cambia levemente la hipótesis, para suponer que el terrorista es sorprendido en el momento en que se dispone a activar la bomba, el derecho penal autoriza darle muerte si no hay otra forma de evitar la acción que se propone realizar; que en la ética de lo público a veces  hay que decidir no sólo entre el bien y el mal -lo que, al menos en teoría, es fácil- sino entre el menor de dos males. Finalicé invitando a una reflexión sobre los dilemas éticos que la situación planteada acarrea.

Varios columnistas y un editorial han dicho, en síntesis, que mi columna contiene una defensa implícita de la tortura; y que mientras el Gobierno no rectifique, mi posición es la suya. La importancia del asunto merece algunas precisiones:

1) Niego haber defendido la tortura. Me limité a señalar la gravedad del conflicto moral en que quedaría inmerso el gobernante al que le tocara afrontar la situación que me sirvió de base: provocar la confesión del terrorista, lo que es posible sin causarle daño alguno, o permitir que gracias a la inacción mueran miles de inocentes.

2) Este tipo de preocupaciones han acompañado desde tiempos inmemoriales la reflexión sobre el quehacer político. Los teólogos españoles de la edad media, por ejemplo, defendieron la legitimidad del tiranicidio cuando no existe ninguna otra alternativa para liberar la comunidad de un yugo inmoral.  La guerra, que es fuente fecunda de males, es considerada justa en circunstancias extremas. Max Weber, distinguido intelectual de comienzos del pasado siglo, señaló que el gobernante debe estar inspirado por una ética de la responsabilidad social; es decir, que debe tener en cuenta las consecuencias de sus actos, mientras que el científico ha de actuar guiado exclusivamente por sus convicciones, no importa cuales sean los resultados.

3) Tengo perfectamente claro que la consagración de los derechos humanos en un corpus jurídico internacional es una de las grandes conquistas de la humanidad, y que todas las convenciones internacionales sobre derechos humanos, tanto como la Constitución de países como el nuestro, cierran toda posibilidad de atenuación o modulación de los derechos humanos fundamentales, por mínima que ella sea y así  fuere el único camino posible para evitar miles de muertes. Creo que ningún país puede, por sí y ante sí, dispensarse de sus disciplinas  sin quedar convertido en un leproso.

4) No se me escapa que como funcionario público que soy todo lo que diga o escriba, aún por fuera de las competencias inherentes a mi cargo, puede serle atribuido al Gobierno del que hago parte.  No obstante, debo señalar que no consulté con el alto gobierno mi columna; tampoco esta adición. Asumo plena responsabilidad por mis acciones y omisiones.

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