No suelen los bancos ser populares en países de tradición católica o en los cuales un alto porcentaje de la población está sumida en la pobreza. Las razones son claras: trafican con el dinero al que la Iglesia denomina “estiércol del demonio”, y son poco accesibles para los estratos bajos de la población que mucho necesitan de sus servicios: préstamos, depósitos, cuentas corrientes. El común de la gente no simpatiza con los banqueros; los considera arrogantes y les teme por el enorme poder que detentan, sobre todo cuando rehúsan prestar o   cobran lo que se les debe.

Pero al margen de éstos prejuicios y sentimientos, es cierto que existe una alta correlación entre el tamaño relativo del sector financiero frente a la economía y el grado de bienestar de que disfruta el conjunto de la sociedad; esto obedece a que los bancos cumplen funciones básicas: administran el sistema de pagos, custodian el ahorro financiero y lo canalizan hacia el crédito. Para que una sociedad desarrollada sea posible, estas tareas deben desempeñarse con eficacia.

Justamente por esto necesitamos más inversión en banca. En la actualidad, el índice de profundidad financiera es del 37%, lo cual nos coloca por debajo de Perú, Brasil, Costa Rica e, inclusive, Honduras; y mientras que la relación de préstamos a PIB llegó al 38% en 1997, en los últimos tres años no supera el 24%, lo cual es consecuencia de la crisis financiera de 1999 y de la enorme dinámica del endeudamiento interno de la Nación: el portafolio de TES de los bancos supera con creces todo el crédito concedido a los demás agentes económicos. 

Pues bien: están dadas las condiciones para que fluya un mayor volumen de capital hacia la economía: el PIB está creciendo, al parecer de modo sostenible, alrededor del 4% anual, la inflación es baja y se encuentra bajo control; el tipo de cambio flota sin sobresaltos; la violencia ha disminuido de modo sustancial.

Las que tienen que ver directamente con el sector también son positivas: a) el margen de solvencia, un requisito que limita, por razones de prudencia, la  capacidad de los bancos de endeudarse frente a depositantes y ahorradores, supera con creces las exigencias legales;  b) En línea con este indicador el patrimonio acumulado está creciendo, lo mismo que las utilidades (sí señor, es bueno que los bancos, al igual que cualquiera otro empresario, ganen plata); c) El crédito registra desde hace varios años tasas de crecimiento positivas (13.3%  anual en abril), en contraste con el periodo comprendido entre 1998 y 2000 cuando cayó al 10% anual; d) La relación entre la cartera vencida y la cartera total es de 3.4% lo cual demuestra una mejora sustancial en su calidad; durante la crisis el indicador llegó al 16.3%; e) La participación del Estado en la banca, que, con razón, los banqueros privados miran con recelo, es baja, y hay motivos para creer que el Gobierno cumplirá su promesa de no conservar bancos de primer piso distintos del Agrario.

Desde luego, tenemos tareas regulatorias pendientes. Hay que suprimir, por inútil y distorsiva, la inversión forzosa para el financiamiento del agro; encontrar una fuente alternativa que permita eliminar el impuesto a las transacciones financieras, que es regresivo y genera desintermediación: una proporción excesiva de los medios de pago representada por el efectivo; y adoptar una reforma financiera que, por consideraciones de eficiencia, permita a los bancos suministrar la totalidad de los servicios financieros. Sin embargo, nada de ésto impide que, para bien del país, los banqueros inviertan más en su propio negocio.

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