Teniendo en cuenta el origen del vocablo, “liberal” es quien  considera que la libertad es valor supremo del cual dimana la dignidad del ser humano; ser llamado liberal, por lo tanto, debería tener profundas connotaciones positivas. Pero basta añadir el prefijo “neo” para que el término tenga, para muchos, un fuerte acento negativo: insolidaridad con los pobres a los que se abandona a su suerte en la jungla del mercado.

Esta fractura del término obedece a que el liberalismo tiene tres dimensiones diferentes. Existe un liberalismo intelectual que consiste en un amplio espíritu de tolerancia, el rechazo a todos los dogmas y la fe en la razón. Hay un liberalismo político que se plasma en la adhesión a los principios de la Democracia; es decir en la prerrogativa de las mayorías a gobernar, en el respeto de las minorías, en la renovación periódica del poder en comicios universales y libres, y en el sometimiento al Estado de Derecho. Por último, registramos un liberalismo económico basado en la convicción de que el mercado es el gran instrumento de generación de riqueza y bienestar social. 

Es esta tercera modalidad del liberalismo la que causa profundas discrepancias entre los liberales; y no porque sus distintas vertientes repudien el mercado, sino porque quienes se califican como “socialdemócratas” asignan al Estado en materias económicas y, por ende, al mercado, papeles que son bien diferentes de los que creen adecuados aquellos que  denominamos “neoliberales”. 

La vertiente socialdemócrata postula que el sistema fiscal, aparte de generar los recursos necesarios para financiar las cargas públicas, debe cumplir un importante papel redistributivo del ingreso; por eso colocan como eje del sistema al impuesto sobre la renta cuyas tarifas para las empresas deben ser elevadas y, tratándose de personas físicas, de carácter progresivo. Su visión del gasto público suele ser expansiva para permitir el financiamiento de una vasta constelación de programas estatales que permitan, entre otras cosas, combatir el desempleo. No arredra a sus militantes la idea de reprogramar la deuda estatal, en especial si ha sido contratada en el exterior. Su estrategia de desarrollo económico se fundamenta en la protección del mercado doméstico acompañado con la integración con los países hermanos del “sur”.

Vayamos a la otra orilla. Las consideraciones de progresividad en el impuesto de renta deben ser moduladas teniendo en cuenta que las  tarifas empresariales, cuando son más elevadas que las  vigentes en otros países, generan desventajas en la dura competencia por atraer la inversión; y, en el caso de la renta personal, tarifas marginales altas generan evasión o desestimulan el ahorro de quienes, por su nivel de ingreso, tienen la capacidad de realizarlo. Como la dimensión redistributiva del sistema fiscal se da primordialmente por la vía de la focalización del gasto público en los sectores más vulnerables, se propone un impuesto a las ventas aplicable a la generalidad de los bienes y servicios con una o muy pocas tarifas. El Estado no es eficiente creando empleo; debe, por el contrario, ocuparse de crear condiciones adecuadas para que sea el sector privado quien lo ofrezca. El poder acceder a financiamiento para cerrar la brecha entre el gasto total y los ingresos corrientes del Estado es un beneficio sustancial; por consiguiente, honrar escrupulosamente la deuda pública resulta imprescindible. Los neoliberales le apuestan a los mercados externos, en especial a los de los países ricos cuyas economías se complementan mejor con las nuestras.

Sé que simplifico al extremo, pero si otra vez tuviera 17 años agradecería que alguien me aporte estos sencillos elementos de juicio. 

 

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