Las democracias, cuando carecen de partidos políticos fuertes, tienden a producir un sesgo en las decisiones de política económica que va en contra de las medidas que tienen impactos sobre la sociedad en su conjunto. Esto es así porque en congresos carentes de sólidos vínculos con el sistema de partidos, los legisladores tienen una mayor inclinación a defender los intereses de sus votantes, patrocinadores y regiones que a defender el interés general. Consciente de este problema, Don Miguel Antonio Caro escribió en la Constitución de 1886: “Senadores y Representantes representan a la Nación entera y deben votar consultando únicamente sus intereses”. 

Es quizá por esta razón que el libre comercio, a pesar de sus inobjetables ventajas teóricas, que el examen de lo ocurrido en muchos países confirma, encuentra serias dificultades para materializarse en ambientes democráticos. ¿Pero por qué los beneficiarios del libre comercio no se imponen? Porque mientras que los beneficios de las restricciones están concentrados en ciertos grupos, los beneficiarios de las reformas –los consumidores, los futuros inversionistas, los desempleados- están atomizados o no tienen conciencia de sus intereses; además,  los beneficios no suelen ocurrir de inmediato y están signados por la incertidumbre.

Esta asimetría hace que las reformas en pro del libre comercio pasen dificultades en los Congresos. Un ejemplo reciente es el intenso debate en el Congreso de Estados Unidos acerca del TLC con Centroamérica. Muchos parlamentarios son sensibles al lobby azucarero, fuerte financiador de campañas políticas pero que no representa el interés general, como lo ha señalado el Washington Post recientemente; o a las presiones de los sectores de manufactura liviana que se ven amenazados por la competencia de China y la India, y, en menor grado, por nosotros.

En los países en desarrollo el problema asume características especialmente nocivas. La escasez de recursos fiscales hace que el costo de políticas sectoriales no se financie, de modo transparente y progresivo, por la vía del gasto público, sino que se traslade a los consumidores a través de medidas arancelarias que impactan los precios de bienes de consumo popular, o los de materias primas y bienes de capital indispensables para competir en los mercados externos.

No obstante, el libre comercio poco a poco se va imponiendo. La progresiva liberalización del comercio internacional al amparo de la OMC, y la proliferación de acuerdos de libre comercio, se encargarán de que así sea. Este pronóstico plantea el reto a los gobiernos de rediseñar las políticas sectoriales basadas en protección arancelaria. Una alternativa razonable es reemplazarla por la asignación de subsidios directos desligados de las importaciones. Esto puede redundar en un diseño más democrático, equitativo y eficiente de las políticas de apoyo sectorial. El régimen arancelario esconde rentas, a veces muy grandes, que el común de la gente no percibe, y que pueden obedecer más a intereses particulares que a decisiones inspiradas en la conveniencia social.

La penuria fiscal no debería ser obstáculo para virar de la protección arancelaria a la asignación de subsidios directos. Por el contrario, la limitación de recursos haría que el Gobierno y el Congreso los repartan de una manera más justa y eficiente. Por otro lado, la reducción de los aranceles aumentaría el ingreso disponible de los hogares, en especial  de los más pobres,  mientras que los subsidios estarían a cargo de los contribuyentes, que son menos y que tienen mayor ingreso, lo cual redundaría en una mejora en la distribución del ingreso. Contra viento y marea hay, pues, que persistir.

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