La avasallante insurgencia de China en los mercados mundiales plantea a nuestro país un escenario de singular complejidad. Su elevada demanda de bienes básicos, en especial minerales, cuyos precios, por ende, han subido y se mantendrán elevados por largo tiempo, nos beneficia, al menos temporalmente, como inciertos exportadores de hidrocarburos, crea un beneficio sostenible en la exportación de carbón y de ferroníquel, pero genera una enorme presión competitiva para buena parte de las manufacturas livianas que hacen parte de nuestra producción industrial: textiles, confecciones, productos del cuero, la cerámica y el plástico, etc.

Ante el desorden que las importaciones chinas causan o amenazan causar en el mercado doméstico, el Estatuto de Adhesión de China a la Organización Mundial de Comercio suscrito en noviembre de 2001 nos ofrece la posibilidad de imponer restricciones temporales. Es lo que el Gobierno ha hecho en ciertos casos y podría hacer en otros, desde luego actuando con estricto sometimiento a la legislación nacional e internacional aplicable, y dispuestos a sustituir las medidas unilaterales por acuerdos con China que tengan efectos equivalentes. Vencidos los plazos pertinentes nos veremos ante un dilema clarísimo: o abrir a plenitud nuestro mercado o, violando los compromisos asumidos en la OMC, cuyos miembros representan más del 90% del comercio mundial, aislarnos como si fuéramos “El Tibet de Suramérica” del que se hablara años atrás.

Aún si fuere posible (e inteligente) cerrar el acceso al mercado interno, inexorablemente tenemos que competir con China en los mercados externos a los que uno y otro país concurren; al de los Estados Unidos, para no ir más lejos. De allí una de las razones estratégicas para la culminación exitosa del TLC, proceso que, lo digo con algún conocimiento de causa, no tiene el camino despejado. Sin embargo, y sea cual fuere el resultado de los esfuerzos que tras ese objetivo se realizan, Colombia tiene que dar saltos de canguro en el mejoramiento de su competitividad. Veamos algunos factores críticos.

La tasa nominal de impuesto sobre la renta para sociedades es del 38.5%. Así la tasa efectiva o neta de exenciones y descuentos sea inferior para ciertos empresarios, es una de las más elevadas del continente. Chile, por ejemplo, que es paradigma continental en el crecimiento y la reducción de la pobreza tiene una tarifa nominal del 16%. El costo promedio de la energía para usos industriales es de US $ 0.46 por kilovatio hora, a pesar de que los costos de generación son la mitad de esa cifra, lo cual implica que se pierdan las ventajas derivadas de la abundancia de recursos para producirla (agua y carbón). Esto nos obliga a examinar los costos de transmisión y distribución; y el sistema de subsidios cruzados en beneficio de los consumidores pobres. ¿No será que conviene desplazar esa responsabilidad a los presupuestos públicos de la Nación y las entidades territoriales?

Los costos del agua para usos industriales en Bogota y Medellín son, después de San José, los más elevados dentro de un catálogo amplio de ciudades de América Latina. ¿Cómo es esto posible si Colombia tiene una de las mayores reservas hídricas del mundo en proporción a su territorio? En los últimos años el salario mínimo real, que es el referente para todos los demás salarios, viene creciendo con celeridad. ¿Será posible competir con China sin atar los ajustes salariales al incremento de la productividad? De lo contrario, ¿no se produciría una severa caída del empleo formal? 

Decir estas cosas resulta ingrato pero, tal vez, conveniente: no por cerrar los ojos cambia la realidad. 

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