Quien padece la pulsión  de la escritura no puede dejar de verter sus elucubraciones al papel o la pantalla del computador. Si se abstiene de esta actividad profiláctica, las palabras se van acumulando en su cerebro hasta que llega el momento en que explota. Resulta harto desagradable mirar el cadáver del escritor que ha omitido este sabio precepto: de su cráneo roto fluye una densa sustancia de material encefálico y torrentes de frases carentes de sentido. Razón esta suficiente para despachar esta primera columna del año.  

Al conmemorarse los diez años de su entrada en funcionamiento, el balance sobre la Organización Mundial de Comercio es ambiguo. Casi todos los países del mundo son miembros de la organización; más del 95% del comercio mundial se realiza entre naciones que han adherido a sus reglas; sus órganos de solución de controversias han ganado prestigio y eficacia; es el foro mundial de mayor importancia para discutir los temas del desarrollo económico inducido por el comercio.

 De otro lado, se ha convertido en “la bestia negra” de los enemigos de la globalización, a pesar de que muchos de sus elementos, sea cual fuere la valoración que de ellos se haga, están por fuera de su  competencia; su norma básica para la adopción de decisiones -el consenso- la expone al fracaso cuando grupos de países, que pueden ser muy pequeños, logran bloquear las conferencias ministeriales, tal como ocurrió en Seattle y en Cancún; la lentitud de los avances en la liberación del comercio mundial, sobre todo debida al proteccionismo de los estados más ricos, es una de las causas del deterioro del multilateralismo y la proliferación de los acuerdos regionales y bilaterales.

Un reporte recientemente divulgado sobre el futuro de la organización plantea propuestas interesantes. He aquí algunas: comprometer en mayor medida a la banca multilateral en el financiamiento de los ajustes necesarios para lograr un grado mayor de apertura de las economías; fortalecer los mecanismos de coordinación de la política económica global; modular el derecho de veto derivado de la regla del consenso en la toma de decisiones; darle mayor piso político a la institución aumentado la frecuencia de las cumbres ministeriales, creando reportes escritos semestrales y una conferencia de líderes mundiales que tendría lugar cada cinco años. 

Algunas de estas iniciativas lucen utópicas mientras que otras parecen tímidas. No existe, ni parece factible en el horizonte cercano, un compromiso de los países líderes del comercio mundial para coordinar sus políticas macroeconómicas. Ni Estados Unidos ni China, por ejemplo, han expresado preocupación por los daños que la debilidad de sus monedas está  causado a sus socios comerciales, ni estos tienen herramientas eficaces para evitar la consiguiente reevaluación de las suyas, como bien lo tenemos aprendido. El informe para el Director General no contiene ninguna propuesta específica para lograr el deseable propósito de coordinación macroeconómica. De otro lado, para resolver la parálisis causada por el veto que algunos países, a veces por motivos no respetables, puedan imponer, habría que examinar la posibilidad de que, en ciertas materias, sea lícito decidir por mayoría calificada, desde luego sin que pueda obligarse a los disidentes. Esto llevaría a una situación que no es deseable: no todos los miembros estarían gobernados por las mismas reglas, lo cual es menos dañino que el bloqueo de la organización por su incapacidad de tomar decisiones. 

La reunión ministerial prevista para fin de año en Hong-kong constituye una prueba de fuego: tendrá que reformar la entidad y culminar con éxito la Ronda Doha que es crucial para los países pobres y de mediano desarrollo.
 

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