Se siente, en distintas partes, del mundo, lo que Joseph Stglitz ha llamado "El malestar en la globalización". La dimensión extraeconómica del descontento tiene que ver con el empobrecimiento, supuesto o real, de los factores que determinan la cultura de los pueblos; el temor por el riesgo de avasallamiento si no existe una protección adecuada a las manifestaciones del espíritu, en especial al cine y la televisión. El otro factor adverso a la globalización en este sentido tiene que ver con el doloroso resurgimiento, notable en Europa, de manifestaciones de discriminación contra los extranjeros, más aún si profesan otra religión y el color de su piel es distinto.

En la órbita económica se ha debilitado el consenso sobre las bondades de la internacionalización para asegurar una tasa de crecimiento mayor de la que podría obtenerse bajo esquemas proteccionistas. Se ha vuelto a proponer con renovado entusiasmo, y en nuestro propio vecindario, la "sustitución competitiva de importaciones". El debilitamiento de la fe en las bondades del libre mercado tiene que ver también con la resistencia de los países ricos a reducir los subsidios agrícolas. Hace daño igualmente que a los países de menor desarrollo se les exija comprometerse a abrir sus mercados a los productos e inversiones que vienen de fuera, pero sin que, de modo recíproco, se faciliten los flujos internacionales de mano de obra.

Quienes siguen creyendo en las bondades del libre comercio disputan sobre el carácter vertical u horizontal que deben tener los procesos de integración. Para unos, ellos rinden sus mejores frutos cuando se realizan entre países cuyas estructuras productivas y grado de desarrollo son semejantes. Otros sostienen, por el contrario, que las ganancias son mayores mientras más diferenciadas sean las economías involucradas. 

En América Latina las dificultades conceptuales se encuentran a la orden del día. En general, se acepta que los países integrantes de la región deben, tal vez antes del final de los tiempos, converger hacia un esquema único de integración. Pero en el cómo lograrlo no existe claridad alguna. Desde 1980 existe una sombrilla institucional -la ALADI- que, sin arrojar resultados dramáticos, ha permitido la construcción paulatina de un modelo de integración regional. Bajo este esquema, por ejemplo, se han celebrado acuerdos de comercio entre buena parte de los países latinoamericanos, o el reciente que vincula a los países de MERCOSUR con los andinos.

Pues bien: hace poco se produjo el lanzamiento de la Comunidad Suramericana de Naciones, la cual resultaría de la convergencia gradual de dos bloques: MERCOSUR y la CAN. No es para nada claro si esta dinámica debería darse con fundamento en reglas pendientes de elaboración, o si, por el contrario, se utilizaría el formato de ALADI. La cuestión tiene importancia no solo por razones técnicas. Se encuentra subyacente una cuestión política: la participación de México, que es integrante de la ALADI, pero que no cabría fácilmente en un esquema de integración suramericana.

En último término, es pertinente interrogarse sobre los alcances del ingreso de Venezuela como miembro pleno de MERCOSUR. En su dimensión política este movimiento obedece a una evidente afinidad que se consolidó en la reciente cumbre de Mar del Plata. Pero desde el punto de vista comercial plantea complejos problemas: la compatibilidad entre las obligaciones que tendría que asumir en cuanto al arancel externo común de ese bloque, que es incompatible con el andino; y la simultánea membresía a dos zonas de libre comercio diferentes. Es evidente que la solución de este asunto tiene una incidencia profunda en los flujos comerciales colombo-venezolanos, de tanta importancia para ambos países. Amanecerá y veremos.

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