A dos semanas del fin de la legislatura no se sabe si tendremos, como por desgracia se ha vuelto habitual, una nueva reforma tributaria que aumente la presión fiscal sobre los contribuyentes. Sabemos, sí, que ella no sería “estructural”. Que ocurra lo primero es inevitable: la necesidad de financiar las pensiones públicas, una vez extinguidas las reservas para atenderlas, y el imperativo de mantener un gasto militar más elevado, no dan tregua. Que no acontezca lo segundo es grave: mantiene un alto grado de incertidumbre sobre variables que tienen elevada incidencia en el clima de inversión. Por estas razones la mejor fórmula consistiría en aprobar un paquete fiscal de emergencia bajo el compromiso explícito de trabajar durante el receso parlamentario en una ley tributaria que tendría vigencia, al menos, durante una década.
 
Como no debería  existir una brecha insalvable entre las reglas que se adopten para paliar la coyuntura y aquellas otras de carácter permanente, es bueno consolidar ciertos postulados. En primer término, que el impuesto al patrimonio, revivido con buenas razones y para circunstancias extraordinarias a instancias del gobierno actual, puede tener sentido como mecanismo de distribución de la riqueza, en especial en un país que como el nuestro  registra índices elevados de inequidad en su distribución, siempre que se utilice exclusivamente para personas naturales. 
 
Pero aplicado a las empresas organizadas bajo formas societarias, ese tributo, convertido en permanente, tendría consecuencias muy adversas: como habría de aplicarse sobre el patrimonio líquido, generaría un sesgo a favor del endeudamiento y en contra de la capitalización, exactamente al revés de lo que el país necesita; gravar las fuentes generadoras de renta disminuye los impuestos futuros por ese concepto; al transferirse el gravamen a los socios o accionistas las virtudes redistributivas del tributo no se cumplirían si se tratase de sociedades abiertas, aquellas capaces de atraer, como también es deseable que acontezca, ahorro de los sectores populares.
 
El IVA no es, por fuerza, un gravamen regresivo, y en Colombia no lo es como en los debates parlamentarios se ha afirmado. Para evitar que lo sea, pero, al mismo tiempo, taponar la evasión, debería adoptarse una estructura tributaria universal, sin exclusiones de ningún tipo, pero con tres tarifas: una baja para los bienes y servicios que integran la canasta básica de los estratos pobres, una elevada para los consumos conspicuos o de lujo, y otra general para todos los demás bienes y servicios (tal vez exceptuando del crédito bancario para no elevar el tipo de interés).    
 
Al definir la tasa efectiva del impuesto sobre la renta, neta de exenciones y descuentos, deben tenerse en cuenta las tarifas aplicables en los países que con nosotros compiten en los mercados tanto domésticos como externos. De otro modo, quedaría la producción nacional sometida a condiciones de competencia adversas. Este tema tiene importancia creciente en la medida en que se reduce la protección brindada por los aranceles que es consecuencia de la mayor internacionalización de la economía.
 
En todos los países que se abren al exterior y aumentan su ingreso per cápita los impuestos a las importaciones pierden peso relativo. En Colombia ocurre lo mismo. A mediados del siglo pasado los tributos al comercio exterior representaban la mitad de los ingresos de la nación; en la actualidad aportan el 6.8%. Esta tendencia se mantendrá lo cual obliga a elevar los recaudos de renta e IVA.
 
Hay muchas tareas por delante; vale la pena movernos desde ahora en la dirección correcta.  

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