Es incuestionable que la movilización del ahorro para el financiamiento de las actividades productivas es una variable crítica del desarrollo económico. Lo demuestra la alta correlación positiva entre el crecimiento de la economía y el grado de profundización financiera, medida esta por el coeficiente entre los activos de riesgo de la banca, más las emisiones de bonos y acciones en el mercado público de valores, y el PIB.

A partir de este consenso, desde la época del Presidente Turbay se han venido desplegando esfuerzos para darle aliento al mercado de capitales; de él depende la posibilidad de que existan recursos de largo plazo para los proyectos de inversión que acometa el sector privado. Los resultados no son halagadores. A pesar de que el ahorro financiero es todavía relativamente bajo, sólo la mitad del mismo se destina a la inversión productiva; la porción restante soporta gastos corrientes, en especial del sector público. De hecho, la deuda pública interna representada en TES emitidos por el Gobierno -$54.5 billones- equivale a todo el crédito bancario. Preocupante realidad. La velocidad con que el Gobierno capta el ahorro financiero supera notablemente su crecimiento y reduce las posibilidades de fondeo para las empresas privadas que son las que crean valor (el Estado lo distribuye, en el mejor de los casos; o lo destruye cuando acomete actividades productivas ruinosas).

El financiamiento en el mercado interno del abultado déficit fiscal no es, sin embargo, la única causa de la precariedad de nuestro mercado de capitales. Contribuye también la poca disposición de las empresas a buscar recursos para realizar sus proyectos de inversión mediante la emisión de bonos y acciones, alternativa a la que únicamente acuden las de mayor tamaño y en una mínima proporción. La regla general consiste en la obtención de los recursos requeridos, en proporciones semejantes, de los proveedores, la banca y los dueños del emprendimiento por la vía de la retención de utilidades. El resultado inevitable consiste en estructuras financieras débiles por su alto sesgo hacia el corto plazo.

Los factores que en mayor medida inhiben a las empresas de acudir al mercado público son su resistencia a revelar su situación financiera, el desconocimiento de esa alternativa o el temor de no cumplir los requisitos; en el caso de la emisión de acciones, pesa muchísimo el temor de los dueños de perder el control de la empresa. Desde la óptica de los inversionistas institucionales de mayor importancia -los fondos de pensiones- su poca apetencia por bonos y acciones depende, como ya se dijo, de la avasallante oferta de papeles públicos y de regulaciones que les impiden tomar posiciones de riesgo menos conservadoras; por ejemplo, les está vedado tener diferentes modalidades de portafolio en función de las conveniencias de sus distintos tipos de afiliados (los jóvenes pueden tomar mayores riesgos que los mayores).

La solución de esta problemática requiere una estrategia integral que ataque tanto los problemas de oferta como de demanda; y que contemple medidas regulatorias y acciones de promoción. Por fortuna, las circunstancias son propicias: La inflación es baja al igual que las tasas de interés; la economía muestra signos francos de reactivación; los sistemas de transferencia y custodia de títulos son hoy de primera clase; las empresas necesitan mejorar sus estructuras financieras para competir en contextos más abiertos; y, ante todo, tenemos ahorro disponible: el portafolio de los fondos de pensiones representa el 9% del PIB y crece al 30% anual. La Superintendencia de Valores está comprometida con esta causa pero requiere aliados. Es importante, para bien del país, que los consiga.

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