El libro de ensayos de Rudiger Dornbusch, “Las Claves de la Prosperidad”, recién publicado por Editorial Norma, contiene un amplio catálogo de lugares comunes. No obstante, es útil leerlos en un autor reputado que se toma el trabajo de aportar las pruebas correspondientes para un amplio conjunto de países.
 
Ningún factor por sí solo da lugar al crecimiento sostenible o de largo plazo, el cual proviene de la interacción de todos ellos. Se requieren altas tasas de inversión durante períodos prolongados en activos que garanticen elevados retornos económicos, tales como vías, energía, puertos y telecomunicaciones. El equilibrio fiscal, o el mantenimiento de un déficit público moderado, son indispensables para obtener un desempeño económico adecuado, tesis que exige aceptar que las políticas de expansión del gasto estatal financiado con deuda al estilo keynesiano tienen eficacia restringida. La apertura del aparato productivo a la competencia externa, tanto como la búsqueda afanosa de mercados foráneos, tienen un efecto catalizador del crecimiento si se logran avances sustanciales en competitividad.
 
Todo esto bajo las reglas de la economía de mercado: “En el amplio oscilar del péndulo ideológico, la economía de libre mercado se ha convertido en el antídoto para medio siglo de estatismo fracasadoSe ha hecho evidente que la competencia, la responsabilidad y las ganancias son los motores de la prosperidad”.
 
La deseable reducción, así sea paulatina, del papel del Estado como agente económico, obligado a proveer bienes, servicios y empleo a grandes sectores de la población, no implica desmantelarlo. Por el contrario, se trata de redefinir sus funciones para que realice dos que resultan fundamentales: La búsqueda de la cohesión social, valor que el recrudecimiento de la pobreza en casi toda América Latina ha erosionado. Hay que reducir, por consiguiente, las desigualdades en el punto de partida fortaleciendo la cobertura y calidad de la educación; amortiguar el impacto dañino de los riesgos que afectan a la sociedad en su conjunto -enfermedad, invalidez, vejez y muerte- mejorando el acceso a la Seguridad Social; e incidir en la distribución del ingreso a través de una política fiscal progresiva que no castigue el ahorro.
 
La otra es el suministro de  regulación económica de buena calidad. En esencia, ella consiste en apoyar el fortalecimiento del mercado como mecanismo por excelencia para la asignación eficiente de recursos escasos y recompensar el esfuerzo individual; impedir la formación de monopolios o regularlos cuando sean inevitables o necesarios; crear reglas de juego claras y de largo plazo para los inversionistas actuales y potenciales.
 
A la luz de estos criterios cabe preguntarse si la reciente intervención liderada por los ministros de Agricultura y Comercio en el mercado algodonero, por la vía del incremento de los aranceles para la importación de la fibra, puede ser considerada una buena medida. Con sentido autocrítico debo decir que no. En el mejor de los casos sería “un mal necesario”.
 
Impone un gravamen de magnitud indeterminada a la industria textil que puede lesionar su capacidad de competir en el dinámico mercado mundial, pero, de otro lado, pretende impedir que la incipiente recuperación del cultivo, que es elemento básico para la generación de empleo rural, se frustre. Superada la coyuntura, es indispensable encontrar una fórmula diferente que, en lo esencial, implica recuperar la presencia de la fibra colombiana en los mercados externos. Satisfecho este requisito tendrían que desaparecer los conflictos que por más de 40 años se han presentado entre algodoneros y textileros. Estos podrían importar su materia prima con libertad; aquellos tendrían amplios mercados para su producto sin que fuera necesario forzar su absorción dentro del país.
 

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