Se atribuye al Presidente de los Estados Unidos Richard Nixon haber dicho que "A quienes les gusten las salchichas y las leyes es mejor que no las vean hacer". Grave afirmación. Ante todo porque en la elaboración de salchichas se ha progresado muchísimo; las he visto fabricar, por ejemplo, en Productos La Española de Medellín (es un comercial inocente) bajo condiciones de asepsia propias de una sala de cirugía. Pero no en la confección de las leyes a juzgar por la frecuencia con que se caen en la Corte Constitucional por razones de trámite. Hay que hacer algo. No podemos pagar los costos enormes que derivan de la pérdida de tiempo en la adopción de normas valiosas para la sociedad, la incertidumbre jurídica que gravita sobre las leyes durante un lapso prolongado, y el desprestigio que para el Congreso tales fracasos acarrean.
 
Sin duda, hay que realizar un análisis sistemático de las razones que, según la jurisprudencia de la Corte, conducen a que las leyes se derrumben por vicios formales. Este examen permitiría saber hasta qué punto es la laxitud de las mesas directivas del Congreso la causa del problema o, más bien, este consiste en el mal diseño de las reglas que regulan su expedición. Como la Democracia consiste, en una de sus acepciones básicas, en el derecho de las mayorías a gobernar y esta prerrogativa se traduce en la expedición de leyes, es útil comenzar esta tarea con aquellas que regulan las votaciones.
 
Si bien las leyes se adoptan por cuerpos colegiados -comisiones y plenarias de ambas cámaras- el querer colectivo emana de la suma de voluntades individuales; por esta razón no es necesario que las votaciones se realicen durante sesiones formales en las que se halle presente un determinado número de sus integrantes. En realidad, bien podría ser que las votaciones permanecieran abiertas durante un lapso de varias horas, y que sólo fuera obligatoria la presencia en el recinto del votante y de las autoridades que deben verificar los escrutinios. Alternativamente, podría ser una buena fórmula que los presidentes de las comisiones o las cámaras, según se trate de primero o segundo debate, anuncien, con no menos de 24 horas de antelación, el día en que la votación tendrá lugar y el lapso durante el cual los integrantes de la corporación podrían ejercerlo.
 
Esas votaciones serían públicas. La ciudadanía y, con mayor razón, delegados de los entes de control, podrían presenciarlas; el voto de cada congresista sería revelado una vez finalizado el cómputo (no antes para evitar manipulaciones indebidas), salvo que se trate de leyes que puedan generar riesgos sobre la seguridad o independencia de los parlamentarios. Es obvio, por ejemplo, que la legislación para combatir el narcotráfico debe decidirse en secreto.
 
En todos los casos la votación de las leyes, no de las proposiciones y otras cuestiones de trámite, se realizaría por medios electrónicos a fin de registrar, con absoluta certeza, la identidad del elector por medio de su huella dactilar u ocular (iris del ojo), la hora de su  concurrencia y el sentido positivo, negativo o neutro de cada voto. De esta manera, quedaría eliminada cualquier posibilidad de disputa sobre la validez de las votaciones.
 
Un somero estudio me permite afirmar que la adopción de esta propuesta no requiere reforma de la Constitución, aunque sí del reglamento de las cámaras y algunas inversiones menores en  equipos que no son costosos. Pero quizás valga la pena discutirla en detalle. Está en juego el buen funcionamiento del Congreso, que es eje del sistema político, cuestión nada trivial.
 

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