El triunfo electoral del Presidente Bush despeja el camino para la negociación del tratado de comercio entre Estados Unidos y Colombia. Tal como estaba previsto, el área de mayor dificultad es la agrícola. Para lograr un entendimiento que dinamice el proceso,  ambas partes deben hacer un esfuerzo para entender los anhelos y restricciones de la otra.
 
¿Qué significa esto? Para los estadounidenses varias cosas, comenzando por la comprensión de la naturaleza rural del conflicto armado que padecemos y que se alimenta del tráfico de drogas ilícitas cuyo mercado principal se encuentra ubicado en su propio territorio. En ese contexto deben entender que casi la mitad del pobre crecimiento del sector agrícola entre 1991 y 2000 se debió a la coca y la amapola, que entre aquel año y 1998 se perdieron casi 900 mil hectáreas de cultivos legales; pero que una reducción del área sembrada de productos prohibidos del 40.4%  en los últimos dos años ha estado acompañada por el crecimiento de las siembras lícitas que pasaron de 3.7 millones de hectáreas a 4.4. Es obvio, entonces, que existe una clara correlación inversa entre las dos modalidades de agricultura; y que una buena dinámica del sector rural es indispensable en la lucha contra la violencia que nos agobia y que es también problema de seguridad nacional para los Estados Unidos.
 
Es necesario que nuestra contraparte acepte que nos interesa un acceso real -no meramente nominal- para nuestra producción agropecuaria, razón por la cual necesitamos reglas transparentes en materia sanitaria y mecanismos ágiles para la solución de los conflictos que en ese ámbito se presenten. La sola eliminación de aranceles no es suficiente, como tampoco basta la creación de foros técnicos sin capacidad decisoria. En última instancia, es preciso que nuestros socios del norte entiendan que mientras concedan apoyos  que distorsionen los precios internacionales de productos que por factores económicos sociales sean para nosotros sensibles, debemos conservar mecanismos para restringir su importación.
 
Los retos para nosotros no son de menor entidad. Tenemos que desechar la idea de que hay que producir todos los bienes primarios que requerimos: la seguridad alimentaría, es decir el acceso de la población a alimentos de buena calidad a precios adecuados, no equivale a producir todo lo que necesitamos. Por el contrario, el bienestar de los habitantes del campo, que en el  80% es pobre, supone el cumplimiento de dos objetivos: la plena explotación de las ventajas comparativas, naturales o adquiridas, y la agregación de valor a las materias primas agropecuarias.
 
Por el primer aspecto, un estudio del Banco Mundial concluye que somos competitivos en carne, leche, pollo, huevo, frutas, hortalizas, azúcar, aceite de palma, cacao, papa, tabaco, café, algodón, piscicultura, ciertas maderas, etc.. Pero, desde luego, hay otros en que no lo somos. En cuanto al segundo hay que decir que la mejora del ingreso per cápita implica la transformación, ojalá en zonas rurales, de materias primas agropecuarias, lo cual inexorablemente está asociado a la pérdida de participación de las actividades primarias en la generación del PIB. Por este motivo el agro representa más del 50% del producto en Etiopia y menos del 3% en la Unión Europea. Además, con realismo y buen juicio debemos aceptar competencia en el mercado interno de productos cuyos precios no estén distorsionados por subsidios. Desde luego, los plazos de desgravación deben ser suficientes para que puedan realizarse las mejoras en la productividad y los procesos de reconversión productiva que  sean necesarios.
 
Si los equipos de ambos países tienen claras estas premisas, sería posible cerrar la negociación agrícola y, por ende, el tratado dentro del cronograma previsto.
 

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