La decisión de iniciar una nueva fase de internacionalización de la economía, de características, por cierto, harto diferentes a la llamada “apertura” de comienzos de la década pasada, tiene implicaciones en materia de política económica respecto de las cuales debemos tener cabal conciencia no sea que después  resultemos dándonos golpes contra las paredes. En primer término, hay que señalar que un compromiso previo en el plano interno, en general plasmado en la Constitución, sobre un manejo ortodoxo de las variables macroeconómicas suele ser la constante. Esto quiere decir que, en general, los países que se abren al exterior, han renunciado ex-ante a la intervención directa sobre los precios de bienes y servicios específicos, los tipos de interés y de cambio. En ejercicio del mandato de preservar el poder adquisitivo de la moneda, estas variables son objeto de acciones oblicuas o indirectas que suelen ser responsabilidad de bancos centrales independientes. Así ocurre entre nosotros, lo que, al parecer, no resulta claro para algunos de los que reclaman medidas drásticas al Gobierno para contrarrestar la dañina apreciación del peso que en la actualidad se registra. 
 
En segundo lugar, la revaluación de la moneda es la consecuencia inevitable del éxito en la atracción de inversión extranjera y la consolidación, gracias al mayor dinamismo de las exportaciones, de un superávit estructural en la cuenta corriente de la balanza de pagos. Por este motivo, no es posible cifrar una ventaja competitiva perdurable en la devaluación de la divisa nacional; bien por el contrario, es imperativo trabajar sobre los factores reales determinantes de la competitividad: calidad de la mano obra, eficiencia de los puertos, celeridad y certeza del sistema judicial, productividad en los procesos de manufactura, para solo mencionar algunos ejemplos. Con el fin de evitar malos entendidos, añado que existen poderosas causas subyacentes que apuntan, más pronto que tarde, a la depreciación de nuestra moneda. Estamos próximos al fin del ciclo expansivo del gasto público con recursos del crédito externo y a la terminación  de la bonanza petrolera. 
 
Importante también advertir que la escogencia del sector externo como líder del crecimiento impone serias restricciones en materia de política interna, justamente para preservar o incrementar la competitividad del trabajo nacional en los mercados del mundo. En este contexto hay que decir, ahora que de nuevo soplan vientos de reforma tributaria, que la tasa efectiva del impuesto sobre la renta a las empresas no puede superar las que se apliquen en los países que con nosotros compiten, tanto en el exterior como en los mercados domésticos; y que el gravamen sobre el patrimonio, que suena tan progresivo, puede ser demoledor para el clima de inversión. Así mismo, que la política salarial debe diseñarse teniendo en cuenta que un incremento persistente del salario real en dólares puede impedirnos competir,  en especial tratándose de productos que tienen un componente alto de valor agregado.
 
Por último, recuérdese que la condición de miembro de la Organización Mundial de Comercio, a la  que ya pertenecen casi todos los países del mundo, tanto como la celebración de tratados de comercio, implica aceptar restricciones en la regulación económica y el compromiso  de que las disputas comerciales con otros Estados sean resueltos por tribunales internacionales. Esta posibilidad explica que los Estados Unidos y la Unión Europea probablemente serán obligados  por un panel de la OMC a reducir los subsidios a la producción de algodón y azúcar. Sin embargo, no se olvide que el arma es de doble filo; lo digo porque a veces oigo unas propuestas….
 
Todo esto hay que advertirlo por aquello de que “guerra avisada no mata soldado
 

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