En la cumbre de sus 94 años ha muerto Norberto Bobbio, el gran  teórico italiano del Derecho y la Política. Una década atrás escribió un pequeño texto sobre la vejez. Su título, “De Senectute”, es el mismo que para una reflexión semejante utilizó, a veinte siglos de distancia, Cicerón. Típica actitud de anciano que se orienta en el mundo en que le toca vivir, más en un pasado que, por remoto que sea, le aporta las claves pertinentes, que en el futuro, así sea próximo y ya previsible, el cual le resulta hostil. Tiene razón: Cada día que para el viejo pasa aumenta su certeza de que no estará presente.
 
En la época del tribuno romano llegar a viejo era una rareza; todavía a fines del siglo XVIII la expectativa de vida no superaba los 30 años. Hoy, en los países avanzados, pasa de los 75. Hace un siglo todavía el viejo era depositario del saber acumulado en su medio, ahora, dada la velocidad de los cambios sociales y tecnológicos, sus conocimientos se consideran arcaicos. Hay, pues, tres dimensiones distintas de la vejez, física, social y cultural, que operan de diferente manera en nuestros tiempos y en la antigüedad.
 
En el siglo XX se producen los grandes avances de la medicina que hacen posible alargar la vida humana más allá de los límites conocidos en pasadas centurias. Otro invento del siglo pasado –la seguridad social- ha permitido, primero en los países ricos y luego en los demás, la dispersión de sus beneficios. Tanto que la longevidad se ha convertido en un problema económico y social. Las finanzas de la seguridad social se encuentran en una crisis severa que, al trasladarse a los presupuestos públicos, perturban el crecimiento de las economías. Aterra saber que la masiva mortandad que en Francia ha causado el calor afectó de manera desproporcionada a los ancianos, en su gran mayoría abandonados por sus familias durante el periodo de vacaciones.
 
La muerte es un proceso social que culmina con la muerte física. Antes de partir de este mundo nos vamos quedando paulatinamente solos. Ahora más que antes cuando el viejo era el pater familias indisputado y estaba rodeado por su familia hasta el final. Por eso cuando nos informan sobre la muerte de alguien mayor nuestra reacción es de sorpresa. Hace tanto habíamos roto con él que nos sorprende que aún viviera.
 
El viejo en la antigüedad era el bendecido por los dioses, había visto caer, uno tras otro, a sus contemporáneos y llegaba solitario a la cima; desde allí podía lanzar una mirada sobre el mundo que pocos tenían el privilegio de compartir. Esta condición anómala lo convertía en oráculo. Era el que sabía y podía aportar a los suyos el conocimiento para afrontar una vida que, entonces como ahora, esta llena de avatares.
 
Nuestra época funciona casi a la inversa. El acelerado proceso de cambio tecnológico, fuente a su vez de profundas transformaciones sociales, determina que los viejos, aunque sanos y vitales, sean considerados obsoletos. Lo que aprendieron a lo largo de su larga vida ha dejado de tener utilidad. La perplejidad que suscitan, en quienes hoy habitamos la Tierra, los cambios de los que somos testigos, y a veces actores, está bien demostrada por el nombre que damos a nuestra época: “post-modernidad”. Como no sabemos bien en qué consiste, nos limitamos a decir que es la que viene después de otra.
 
El autorretrato que Bobbio nos deja contiene las virtudes que anhelaría tener. El convencimiento de que la vida le ha sido generosa; que más que a sus capacidades debe su éxito a la buena suerte. El dudar de sí mismo y, por ende, su propensión permanente al diálogo. Y su repudio absoluto al fanatismo. Virtudes todas estas  propias de un espíritu liberal.    
 
Es posible encontrar alguna parcela de felicidad en la vejez, pero el sentimiento de pérdida irreparable no puede evitarse. Un poeta maravilloso de Antioquia, José Manuel  Arango, lo describe así: ¿Es de veras ese moho invisible que todo lo come/ sólo a los ojos débiles del viejo/ visible/ y que a los ojos del adolescente /es/  en la luz / un resplandor?
 

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