En tanto avanza la negociación del tratado de comercio con los Estados Unidos se intensifican los debates sobre su conveniencia y contenido. Es bueno que así sea; necesitamos elementos de juicio sobre una estrategia de desarrollo que tendrá hondos y perdurables efectos sobre la sociedad colombiana. Pero, infortunadamente, hay ciertas discusiones en las que no se aporta claridad sino confusión. Es lo que ha ocurrido, por ejemplo, con la cuestión farmacéutica.

 

Se ha dicho que tutelar la propiedad intelectual de los medicamentos (que, dicho de paso, esta garantizada por la Constitución) por fuerza se traduce en una pérdida de mercado para los productos genéricos con grave daño para la salud pública. Discutible afirmación. En Estados Unidos, que concede elevada protección a los productos innovadores, la participación de los genéricos en el mercado doméstico es cercana al 50% y viene creciendo hace varios años. Esto a pesar de que algunos sectores de la industria no escatiman esfuerzos para divulgar la tesis según la cual los productos de marca son de mayor calidad que los genéricos. Si esto fuera verdad habría que admitir que las autoridades sanitarias, que deben velar por la eficacia terapéutica de los medicinas, no cumplen a cabalidad sus deberes. Pero es también falaz afirmar, como desde la otra orilla se dice, que las drogas genéricas son de menor precio. Eso puede ser cierto en ocasiones pero no lo es por necesidad.

 

¿Cómo así? Muy sencillo. Las patentes implican un privilegio de explotación temporal que sólo da lugar a la formación de un monopolio a falta de un fármaco alternativo no patentado. Y al revés: es factible que surja una situación de monopolio con relación a un producto genérico si quien lo introduce al mercado carece de competidores. En este contexto conviene señalar, en contra de la creencia generalizada, que carece de sentido comparar directamente los precios de los medicamentos; lo que en verdad importa son los costos de las alternativas terapéuticas. La droga puede ser apenas uno de sus elementos; y aún si no lo fuere, al cotejar las posibles opciones para combatir una enfermedad cualquiera hay que tomar en consideración las dosis requeridas. La unidad del fármaco A puede ser más barata, pero la del B requerir menos aplicaciones. Igualmente resulta erróneo realizar comparaciones internacionales de precios expresándolos en dólares ajustados por tipo de cambio. En realidad, importan los precios relativos; no los absolutos: cuánto cuestan las medicinas básicas como proporción del ingreso medio de la población, al margen del número de unidades monetarias correspondientes.

 

Cierto es que el acceso creciente de la población a medicamentos de buena calidad a precios asequibles es un propósito central de la política de salubridad publica, y que los objetivos de ésta acotan y subordinan los del comercio internacional. Sin embargo, debe señalarse que tutelar la propiedad intelectual es compatible con ese propósito como lo prueba la experiencia en muchos países. Y que en la ampliación de la cobertura tiene un peso preponderante la tasa de crecimiento de la economía dada la correlación que tiene con el empleo formal, variables ambas que previsiblemente tendrán un mejor desempeño como consecuencia de una mayor integración con el exterior. Así mismo, si la masa de aportantes al sistema contributivo de salud por la misma razón aumenta, como también debe ocurrir, se facilitaría expandir la canasta de medicamentos incorporados en el plan obligatorio de salud, que es otro de los factores cruciales de los que depende el acceso.

 

En un debate tan cargado de verdades incompletas y falacias hay que recibir los argumentos "con un grano de sal".

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