Digno de atención es el documento que acaba de liberar un importante grupo de economistas congregado en Barcelona.  Para comenzar, no postula, como se leyó en la prensa, un nuevo modelo de economía. La vieja “ciencia lúgubre” se ha consolidado en sus principios: el manejo eficiente de recursos escasos a través de su asignación por el mercado y la intervención selectiva del Estado para corregir sus limitaciones, suministrar bienes públicos y procurar resultados equitativos en el reparto de la riqueza y el ingreso. Para que estas funciones estatales puedan realizarse bien se requiere un manejo macroeconómico prudente: “La experiencia nos muestra, una y otra vez, que un endeudamiento elevado -tanto público como privado-, un sistema bancario escasamente regulado, y una política monetaria laxa son serios obstáculos al desarrollo”.  
 
Se señala también con un acento de esperanza que “la aceleración del crecimiento en distintos países -incluidos India y China- tiene el potencial de sacar a millones de personas de la pobreza”.  Tienen razón. La apertura hacia el comercio exterior y la inversión extranjera ha generado tasas de crecimiento espectaculares en ambas naciones durante un período dilatado. Pero hay que preguntarse si el desempeño de China es sostenible: la acumulación de reservas por el Banco Central para mantener una competitividad alta de las exportaciones basada en la sistemática devaluación del yuan parece haber llegado a su fin; se conjetura el inminente surgimiento de una crisis financiera profunda derivada de la laxitud en los criterios de asignación de crédito por una banca que es casi toda estatal. Además, hay que preguntarse si se justifica pagar el elevado costo en que ha incurrido pues ya se sabe que el desarrollo ha tenido lugar en las zonas costeras, no en todo el país, y que el deterioro ambiental ha sido enorme.
 
Advierte la pléyade de economistas que “Los acuerdos financieros internacionales no están funcionando bien. Los países pobres continúan alejados de los flujos financieros privados y los niveles de ayuda oficial siguen siendo insuficientes. Los flujos de capital privado a los países de renta media son muy volátiles, y esta volatilidad tiene muy poca relación con los fundamentos económicos de los países receptores”.  Esta situación obedecería a la excesiva importancia que se otorga a la minimización de los riesgos en las operaciones de crédito o de garantía que efectúan la banca multilateral y el Fondo Monetario, y a la subrepresentación que en sus directorios tienen los países deudores. Todo esto es correcto. ¿Pero cuál es la solución? No es fácil imaginar una entidad financiera solvente que esté gerenciada, no por quienes proveen el capital, sino por quienes toman los fondos en préstamo. Los ratones  -lo sabemos bien- no son buenos cuidando el queso.
 
Dicen los egregios economistas que “Los acuerdos internacionales actuales tratan los movimientos de capital y de trabajo de forma asimétrica. Las instituciones financieras internacionales y los gobiernos del G-7 consideran generalmente que la movilidad de capital debe ser impulsada. Pero no ocurre lo mismo con la movilidad internacional del trabajo… La mejora de los derechos de los emigrantes facilitará su integración en el mercado laboral y limitará su explotación”. No puede ser más justo este reclamo. Los flujos migratorios ilegales de los países pobres a los ricos proveen a estos con mano de obra barata. Legalizar el status de los inmigrantes de inmediato reduciría la brecha salarial frente a los trabajadores nativos, y resultaría coherente con los principios de libre competencia que los países avanzados dicen profesar. Estupendo tener aliados tan importantes como los reunidos en Barcelona para esta noble causa. 
 

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