La nuestra es una economía de mercado. Los particulares, movidos por un legítimo afán de lucro, ganan dinero, pero, como obvia consecuencia, deben soportar los resultados adversos de sus decisiones. El Estado ha de proveer a los empresarios reglas de juego, intervenir para corregir fallas de mercado y mejorar, a través de un conjunto amplísimo de estrategias, la competitividad de la producción y el trabajo de los colombianos. Esto último abarca desde estabilidad macroeconómica, hasta una educación pública generalizada y de mejor calidad; y desde  enérgicas acciones para garantizar la paz, hasta la búsqueda de mercados externos. Hay también deberes de abstención: El Estado no debe desarrollar tareas empresariales, perturbar a los empresarios con obligaciones inútiles, resistir la tentación del paternalismo estatal y evitar la socialización de las pérdidas. La reforma de la Superintendencia de Sociedades, que el Gobierno ha divulgado, se inspira en estos principios.

La actividad empresarial no es, por sí misma, generadora de riesgos para la colectividad. Por este motivo jamás se ha pretendido supervisar el vasto universo que ella configura.  Esa función sólo se justifica cuando las sociedades emiten títulos valores en el mercado público,  intermedian el ahorro financiero, suministran servicios públicos o se encuentran en crisis y su colapso pueda tener consecuencias sociales graves. Por lo tanto, se pretende eliminar, como ya lo han hecho muchos otros países, la vigilancia sobre las sociedades en función de su tamaño, pero fortaleciéndola  en estos precisos casos.

El premio Nóbel de Economía de 1991 fue concedido a Ronald Coase “Por el descubrimiento y clarificación del significado de los costos de transacción y los derechos de propiedad para la estructura institucional y el funcionamiento de la economía”. Pues bien: Uno de los costos de transacción de mayor importancia es la obtención de información sobre precios y calidades. Para inversionistas y acreedores resulta también crucial conocer la situación financiera de las empresas; como el suministro de esta información por el sector privado no es, en la actualidad, satisfactorio, la Superintendencia de Sociedades debe cumplir un papel importante en su recaudo, verificación y difusión. Para evitar duplicaciones, debe basarse en la que ya es obligatorio entregar a las cámaras de comercio, lo cual implica que debe supervisar a quienes certifican la calidad de la información -revisores fiscales y contadores- y a las propias cámaras de comercio, función que, sin razón válida, hoy desempeña la Superintendencia de Industria y Comercio.

Las cámaras de comercio, desde sus orígenes en la Europa medieval, han servido para dirimir conflictos entre comerciantes. En nuestro medio se han desempeñado de modo satisfactorio como conciliadores y operando una justicia arbitral cuya calidad y celeridad son incuestionables. Moviéndose en la misma dirección, la Reforma plantea que la función de proteger a los socios minoritarios, que corresponde a la Superintendencia de Sociedades, pueda ser confiada a las cámaras en virtud de contratos de delegación. Esta fórmula permite gradualidad y flexibilidad.

Las crisis que afectan a las grandes empresas pueden tener efectos devastadores para los trabajadores, la banca, los proveedores, el Fisco, y, aún, sectores económicos o regiones. Su manejo, bien sea para acordar mecanismos para su rehabilitación, ya para liquidarlas si su insolvencia fuere irreversible,  requiere un ente jurisdiccional, es decir con facultades para dirimir derechos, que no haga parte del poder judicial, cuya organización y modos de actuar no son propicios para resolver este tipo de problemas. Este es el campo propio de la Superintendencia de Sociedades que se pretende fortalecer.

Queremos, pues, entregarle al país una superintendencia mejor, que no interfiera sin razones válidas, y que le cueste menos a los empresarios.

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