Nuestra dotación intelectual incorpora conceptos sobre los cuales tenemos ideas claras pero, también, un vasto conjunto de prejuicios; nociones que hemos recibido sin ningún análisis y que desecharíamos si tuviéramos la disciplina suficiente para reflexionar sobre ellas. Algo podemos hacer, sin embargo, para disminuir la profundidad de nuestra ignorancia: acudir, como lo recomendara Descartes, a “la duda metódica”.

Para ilustrar las bondades de esta higiénica costumbre, les ruego leer la siguiente cita: “Las viejas industrias nacionales se vienen a tierra, arrolladas por otras nuevas, cuya instauración es problema vital para todas las naciones civilizadas; por industrias que ya no transforman como antes las materias primas del país, sino las traídas de los climas más lejanos y cuyos productos encuentran salida no sólo dentro de las fronteras, sino en todas las partes del mundo. Brotan necesidades nuevas que ya no bastan a satisfacer, como en otro tiempo, los frutos del país, sino que reclaman para su satisfacción los productos de tierras remotas. Ya no reina aquel mercado local y nacional que se bastaba así mismo y donde no entraba nada de fuera; ahora, la red del comercio es universal y en ella entran, unidas por vínculos de interdependencia, todas las naciones”.

Arraigados prejuicios deben conducir a buena parte de los lectores a creer que esta descripción laudatoria de la globalización económica pertenece a algún economista joven insensible a “lo social”. Falso. Fue escrita en 1848 en el Manifiesto Comunista por Marx y Engels,  para quienes el capitalismo, es decir, el modo de producción instaurado por la “burguesía”, al estar fundamentado en consideraciones puramente utilitarias y operar a escala mundial, es más eficiente que cualquiera de los modos de producción anteriores. Su propuesta no consiste, por tanto, en volver al pasado sino en trascenderlo en una nueva fórmula -el modo de producción socialista- que exige una economía igualmente globalizada y un proceso político de la misma naturaleza. Por eso el Manifiesto termina con esta consigna: “¡Proletarios de todos los países, uníos!”. Ahora voy a esbozar una cierta política económica: atender la deuda social constituye un imperativo moral inaplazable que exige altos volúmenes de gasto público, los cuales deben ser financiados con incrementos sustantivos de los impuestos a cargo de los individuos más ricos y las empresas. Como estas fuentes son insuficientes, es preciso acudir al recurso de la emisión monetaria, complementada con estrictos controles de precios, incluidos los tipos de interés y de cambio, para evitar brotes inflacionarios y especulación. Como el desarrollo de las industrias básicas, la provisión de bienes de consumo masivo y el suministro de servicios públicos, no pueden quedar supeditados a intereses privados, debe existir una sólida red de empresas estatales, que van desde la banca a la distribución de alimentos, que opere, si fuere necesario, en condición de monopolio.

Si alguno de ustedes vislumbra que lo anterior podría ser inconveniente, le ruego prudencia. Puede ser acusado de profesar las ideas del “Consenso de Washington” -que sostiene exactamente lo contrario- y es considerado como el producto de una conjura entre el Tesoro de los Estados Unidos y el Fondo Monetario Internacional para imponer el ideario neo-liberal en los países de América Latina.  Es tan fuerte el prejuicio que  resulta casi inútil decir que ese lema fue acuñado por un académico inocente, el profesor John Wiliamson, quien en 1990 participó, con un grupo de expertos de distintas nacionalidades, en el examen de las medidas que deberían adoptarse para que América Latina recuperara la senda del crecimiento. Si en vez de reunirse en aquella ciudad lo hubieran hecho en Caracas, ¿tendría el Consenso connotaciones imperialistas?  

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