Porque formidables son los que afronta la negociación del TLC con los Estados Unidos. No sólo los inherentes a la gestación del acuerdo en sus dos dimensiones: con la contraparte y con la parte a la que representamos. También las que surgen del debate político. Primero se pretendió que el Congreso restringiera las plenas facultades que al Gobierno atribuye la Constitución para conducir las relaciones exteriores de la Republica, y la autonomía consecuencial para celebrar todo tipo de tratados, que es correlato del poder, igualmente ilimitado, del que aquel goza para aprobarlos o abstenerse de hacerlo. Apenas superado este escollo surgió otro: la propuesta de que el eventual tratado con los Estados Unidos, y sólo él, fuere sometido a referendo popular; desde luego el previsible resultado habría sido su fracaso por la vía de la abstención: el común de los electores no se le mide a decidir sobre asuntos complejos que incorporan múltiples variables. La reciente y fallida experiencia colombiana es elocuente al respecto.

Aún no habíamos recuperado el ritmo cardiaco, cuando oficiales de “las propias tropas”, advierten que el Congreso -que no puede modificar los tratados- sí tiene la capacidad de introducirles “reservas”, entre otras cosas para enmendarle eventualmente la plana al Gobierno en cuanto a las estipulaciones que pacte sobre el espinoso asunto de los subsidios que a ciertos productos agropecuarios reconocen los Estados Unidos. Por supuesto, hay que anhelar que el Gobierno tenga el talento y fortaleza necesarios para lograr un buen acuerdo, de modo tal que el Congreso encuentre adecuado respaldarlo “in integrum”. Pero como algunos de sus integrantes pueden  llegar a la conclusión contraria, es útil analizar la conducencia de la formula que ahora se propone.

Según la Convención de Viena sobre el derecho de los tratados “Se entiende por reserva una declaración unilateral… hecha por un Estado... (para) modificar los efectos jurídicos de ciertas disposiciones del tratado en su aplicación a ese Estado”. ¿Ahora dígame usted cuándo puede el Congreso introducir reservas, o sea modificar el contenido obligacional de un tratado cualquiera? Lo define con claridad la Ley 5/92, art. 217: “Las propuestas de reserva sólo podrán ser formuladas a los Tratados y Convenios que prevean esta posibilidad o cuyo contenido así lo admita”.

Como sólo en estas dos hipótesis caben las reservas, es útil considerarlas por separado: a) La primera se resuelve con un examen del texto para definir si contempla o no la posibilidad de reserva. En realidad, suele ocurrir lo contrario; que  sea  prohibida.  Esto obedece a que muchos de ellos se negocian como un “todo único”, bajo el principio de que “nada está acordado hasta que todo esté acordado”. Los tratados de carácter comercial, como acontece con los constitutivos de la OMC, ALADI, G-3 y la CAN, entre otros, suelen excluir  la posibilidad de reservas; b) La segunda requiere un ejercicio interpretativo de la intención de quienes los suscriben. Es obvio que los tratados bilaterales, por ejemplo los que definen límites entre dos Estados, no son susceptibles de reservas; ellas equivaldrían a un disenso sobre el alcance de las obligaciones asumidas por las partes. No parece tampoco razonable que en un tratado que contemple la liberación del comercio reciproco uno de los Estados pueda modificar unilateralmente las listas o los cronogramas de desgravación. Después de rigurosa investigación, no hemos encontrado un solo caso en que así haya ocurrido.

Algún día hemos de superar estas discusiones jurídicas y nos ocupáramos del impacto potencial del TLC en el crecimiento económico, el nivel y calidad del empleo y la reducción de la pobreza. Algún día…   

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