Voy a plantear una situación que ocurre en un país imaginario: un grupo terrorista coloca una bomba en el muro de contención de una hidroeléctrica; se sabe que la energía liberada por su estallido provocará miles de muertos. La policía captura a uno de los delincuentes quien se niega a suministrar la información para desactivarla. El primer ministro, abrumado por la inminencia de la tragedia, pregunta qué puede hacerse. Le dicen que  interrogar al detenido con técnicas que dobleguen su voluntad para hacerlo confesar, por ejemplo, inyectándole una droga de “la verdad”; de lo contrario el apocalipsis es inevitable. De nuevo indaga: ¿Es aquello posible sin poner en riesgo la vida e integridad del prisionero? La respuesta es afirmativa. Vira entonces hacia su consejero legal quien  le recita lo siguiente.    

“El Pacto de Derechos Civiles y Políticos” de las Naciones Unidas dispone en su artículo 7 que “Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”.  A su vez la “Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos degradantes” define la tortura como “todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella… una confesión”. Con fundamento en esta definición, podría tal vez aceptarse que la aplicación de drogas como el Pentotal no constituye tortura, en tanto no causan sufrimiento o dolor, pero otros instrumentos internacionales, la “Convención Interamericana para prevenir y sancionar la tortura”, por ejemplo, cierran el camino: “Se entenderá también como tortura la aplicación sobre una persona de métodos tendientes a anular la personalidad de la víctima o a disminuir su capacidad física o mental, aunque no causen dolor físico o angustia psíquica”.

La perplejidad del  mandatario sube de punto cuando  le advierten que la solución jurídica frente al  brutal ataque  sería harto diferente si los terroristas fueran sorprendidos en el momento que antecede a la activación la bomba, caso en el cual el sistema jurídico autoriza causarles la muerte si fuere necesario. En efecto, el código penal de ese país imaginario exime de responsabilidad a quien realice un acto tipificado como delito “por la necesidad de defender un derecho propio o ajeno contra injusta agresión actual o inminente, siempre que la defensa sea proporcionada a la agresión”.

En síntesis, el derecho internacional, y probablemente también su propia constitución política, condenan al gobernante a quien se presenta la gravísima situación que he descrito a la inmovilidad. Al enfrentar el dilema entre dos males, el de torturar a un individuo, así no se ponga en riesgo su vida o se le cause sufrimiento grave, o permitir que ocurra un genocidio, tiene que escoger el peor y cruzarse de brazos mientras que la avalancha de agua, lodo y piedra arrasa con multitud de inocentes.

Esta solución, sin embargo, arremete contra un sentimiento ético elemental que nos dice que entre el bien y el mal debemos escoger el bien, pero que, si no hay otra alternativa, frente a dos males hay que escoger el menor. Michael Ignatieff, distinguido profesor de la Universidad de Harvard, ha escrito un libro que se ocupa de estos problemas . En su opinión,  para evitar el mal supremo consistente en la destrucción de una sociedad democrática puede ser legítimo violar ciertos derechos individuales, siempre que esas transgresiones sean recurso de última instancia y se garantice control posterior, tanto político como judicial.

En un mundo amenazado por el terrorismo estos debates son relevantes. En cualquier momento lo que es mera conjetura puede volverse ominosa realidad.  

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