La discriminación contra la mujer puede ser rastreada en la noche de los tiempos. Según el Génesis, Eva no hace parte del plan originario de la Creación. Completada esta, “El Señor hizo caer al hombre en un sueño profundo y, mientras dormía, le sacó una de las costillas… De esa costilla Dios el Señor hizo una mujer y se la presentó al hombre, el cual, al verla, dijo… se va a llamar “mujer” porque Dios la sacó del hombre”. Nuestros remotos antepasados fueron luego expulsados del Paraíso Terrenal por su anhelo de comer del fruto prohibido (del que dependía el conocimiento y, por ende, la libertad). Pero es Eva la que instiga a su consorte al pecado original. Cuando el Señor interroga al hombre por qué le huye, este contesta: “La mujer que me diste por compañera me dió de ese fruto y yo comí”. El castigo divino para la mujer es parir con dolor “…pero tu deseo te llevará a tu marido, y él tendrá autoridad sobre ti”. Así, pues,  la mujer es accesoria, culpable y está sometida al hombre. 

Durante la Edad Media el Cristianismo consolida su hegemonía religiosa en Europa, lo cual le permite combatir por medios violentos antiguos ritos paganos y manifestaciones religiosas que se desvían del pensamiento ortodoxo. Creencias o liturgias no autorizadas por la Iglesia son calificadas como herejía y sus cultores entregados al mortífero poder de la inquisición. La acusación de brujería, y el consecuencial suplicio de la hoguera, recaen mayormente en las mujeres.  

En el Renacimiento las cosas comienzan a cambiar.  Cervantes nos cuenta en el Quijote que la pastora Marcela, acusada, por no acceder a sus requiebros amorosos, del suicidio del pastor Grisóstomo, se defiende diciendo: “Hízome el cielo, según vos decís, hermosa, y de tal manera, que… a que me améis os mueve mi hermosura…y por el amor que mostráis, decís, y aun queréis, que esté yo obligada a amaros. Yo conozco…que todo lo hermoso es amable; más no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado a amar a quien lo ama”. Desde luego, paga un precio enorme por está pasión libertaria: vivir sola encerrada en el bosque, donde “la conversación honesta destas zagalas y el cuidado de mis cabras me entretiene. Tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí salen, es a contemplar la hermosura del cielo… ”.  

Hoy la igualdad jurídica es absoluta. Lejos estamos de cuando el Código Civil establecía, con aberrante discriminación, que era causal de divorcio “El adulterio de la mujer o el amancebamiento del marido”. Las mujeres gozan de plenos derechos políticos; acceden, en condiciones igualitarias, a la educación y al mercado del trabajo; se destacan en la administración pública. Han logrado, gracias a la difusión de los procedimientos anticonceptivos, que su sexualidad tenga autonomía como fuente de placer. Sin embargo, son víctimas de violencia en el seno del hogar; con frecuencia les corresponde afrontar solas la crianza de los hijos; padecen, en nuestro violento país, la muerte trágica de los hombres que quieren; soportan la doble carga del trabajo remunerado y  doméstico; la Iglesia Católica no les permite el ejercicio de funciones sacerdotales.

En la promoción de la causa feminista fácil es caer en la demagogia. Una ley reciente, por ejemplo, ordena al gobierno diseñar para las mujeres “programas especiales de crédito y de subsidios que les permitan acceder a la vivienda en condiciones adecuadas de financiación a largo plazo”. Como no todas son pobres, no todas requieren subsidios; y las que lo son, los necesitan por pobres, no por mujeres.
 

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