Las medidas de salvaguardia a las importaciones de algunos textiles chinos han sido criticadas desde perspectivas antagónicas. Se ha dicho que resulta incoherente la imposición de restricciones al comercio exterior por parte de un gobierno que proclama estar comprometido con la internacionalización de la economía; más aún tratándose de bienes provenientes de un país con el que se supone que quisiéramos fortalecer vínculos políticos y comerciales. Desde la otra orilla se afirma que se actúa con tardanza y timidez: el daño a la producción nacional ya habría ocurrido y afecta, también, otros productos (vestuario, zapatos, juguetería) sobre los que nada se ha hecho.

Para replicar estas objeciones basta recordar que las normas estipuladas en el seno de la Organización Mundial de Comercio contemplan la posibilidad de que cualquiera de sus miembros imponga restricciones temporales a la importación de bienes específicos para evitar daños graves a su producción, siempre que esas medidas no sean discriminatorias y se procure compensar a los países cuyas exportaciones se verían afectadas. Además, que en el Protocolo de Adhesión de China al sistema multilateral de comercio, suscrito en diciembre de 2001, se estipuló que, durante los 12 años siguientes, podrían imponerse restricciones dirigidas exclusivamente contra China.

Este estatuto excepcional fue adoptado para evitar que el acceso del gigante asiático al mercado mundial causara traumas severos a los aparatos productivos de países menos competitivos. Las decisiones adoptadas por el Gobierno se enmarcan en sus normas, lo cual explica, a su vez, el momento y alcance de las medidas. Son muy rigurosas las pruebas de daño inminente a la producción nacional que el Protocolo exige, y su práctica requiere tiempo. Proceder con laxitud, como algunos lo han sugerido, podría causarnos serios problemas.

Debe admitirse que aquí como en muchas otras partes prevalece frente a China un clima de opinión signado por la ambigüedad. Que es de admiración, en primer lugar, por su enorme crecimiento a lo largo de los últimos 25 años. Una tasa promedio superior al 9% anual explica que el ingreso per capita de sus habitantes haya aumentado el 400%, según los cálculos más pesimistas, lo cual implica que hayan salido de la miseria más de 300 millones de chinos. En el mismo período América Latina exhibe un mediocre avance del 16% en el ingreso medio y un lamentable estancamiento en la reducción de la pobreza.

Pero es también común el sentimiento de temor dado que China es un proveedor de manufacturas livianas de bajo costo y alta calidad que compite con nosotros en distintos mercados. Múltiples factores explican esta realidad. Doy uno: el salario promedio de China es más bajo que el mínimo de Colombia, a pesar de que la productividad de la mano de obra es similar.

En el corto plazo, y en virtud de las consultas en curso con el gobierno Chino, debemos estar dispuestos a sustituir las salvaguardias existentes, o las que eventualmente se establezcan, por cuotas de exportación aplicables a los productos que amenazan, de manera grave, a la industria nacional; los acuerdos alcanzados con la Unión Europea constituyen un buen precedente. También es necesario avanzar en la apertura del mercado Chino para la oferta agrícola colombiana; y en la canalización de inversión China hacia Colombia, especialmente en sectores como el minero y el textil. Así mismo, que debemos combatir el contrabando de manufacturas chinas (o de cualquier otro origen) y el lavado de dinero por medio de importaciones a precios deprimidos.

Nada de lo anterior, sin embargo, resuelve los problemas de baja competitividad. Ingenuo sería  no darnos cuenta.

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