Desde el comienzo de las negociaciones del tratado de comercio con los Estados Unidos sabíamos que la negociación sería difícil en la mesa de propiedad intelectual, uno de cuyos capítulos versa sobre los farmacéuticos. Esas dificultades, provienen, en primer término, de las ambiciones, en gran medida inaceptables, de la contraparte; y, en segundo, de la presión que sobre el equipo negociador ejercen sectores domésticos que se arropan en el tricolor nacional para defender respetables intereses privados.

O de quienes, desde posiciones maximalistas, procuran el fracaso del acuerdo. En fin de cuentas los movimientos de izquierda no se acabaron con el colapso del sistema comunista: se transformaron en ambientalistas intransigentes, defensores a ultranza de los pueblos indígenas, objetores de la economía de mercado y en enemigos de la globalización en todas sus modalidades, incluido, por supuesto, el comercio. Está bien que así ocurra porque no hemos llegado al “Fin de la Historia”; las ideologías siguen influyendo en la formación del pensamiento político y, por lo tanto, la democracia preserva su valor para confrontar y sintetizar visiones antagónicas. Lo que está mal es que les permitamos utilizar la vieja estrategia del “Caballo de Troya”.

Asediado, pues, desde flancos opuestos, al Gobierno, y, en última instancia, al Congreso, corresponde hallar formulas que satisfagan los superiores intereses nacionales. Desde esta óptica, importa -y mucho- garantizar el acceso de la población a los medicamentos, para lo cual es indispensable llegar a un buen acuerdo en la mesa de propiedad intelectual, pero, también, abrirle a Colombia, mediante una inserción profunda y permanente con la primera economía del mundo, nuevas posibilidades de crecimiento que contribuyan a generar más empleo y, por esa vía, a incrementar la cobertura de la Seguridad Social en sus módulos contributivo y subsidiado.

Estados Unidos no ha cejado en su empeño de obtener en el acuerdo con los países andinos una ampliación sustancial de los derechos correspondientes a los titulares de patentes de medicamentos. Entre ellos cabe mencionar la redefinición del concepto de patentabilidad, la ampliación de los plazos para su ejercicio, el patentamiento de procedimientos terapéuticos o de usos nuevos de fármacos patentados para otros fines (el caso célebre e insular del viagra).

Hemos sostenido, con obstinada firmeza, que no estamos dispuestos a ceder en estas solicitudes. Se nos ha solicitado, así mismo, que aceptemos modular los instrumentos que permiten hacer prevalecer los superiores intereses de la salud pública sobre los de los titulares de patentes. (En lenguaje técnico: “importaciones paralelas” y “licencias obligatorias”).

Hemos dicho que no estamos dispuestos a hacerlo, como no lo hicieron en sus recientes tratados Chile y Centroamérica, países a los que los adversarios del tratado acusan de haber realizado una negociación torpe. La posibilidad de adoptar controles de precios, que nuestra legislación contempla para evitar abusos, no ha sido cuestionada. La generalizada idea de que se va a prohibir o limitar la comercialización de productos genéricos carece, por lo tanto, de fundamento.

El lector perspicaz se dirá que no cree que en una materia tan importante los “gringos” se vayan a regresar a casa con las manos vacías. Tiene razón. En lo esencial, consolidarán -porque ya existe en nuestra legislación- la protección temporal de los “datos de prueba”; es decir de la información reservada sobre seguridad y eficacia de los medicamentos que se aporta a la autoridad sanitaria para respaldar la licencia de comercialización.

También la compensación parcial del tiempo que eventualmente se pierda en el goce de las patentes como consecuencia de la negligencia grave de nuestras autoridades en otorgarlas. Negarnos a esto último equivaldría a preservar una coartada para actuar de mala fe.

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