La teoría de las negociaciones prescribe: a) nada debe entregarse gratis sino a cambio de algo; b) es imperativo maximizar la relación costo-beneficio entre lo que se cede y lo que se recibe a cambio. Con este fundamento, en la negociación con los Estados Unidos se ha ofrecido la desgravación inmediata del trigo a cambio del acceso preferencial al mercado norteamericano de productos en los que Colombia cifra grandes expectativas: alcohol carburante, frutas, hortalizas, tabaco, cigarrillos y flores.

En ejercicio del derecho elemental a ser oído, quienes discrepan de esta propuesta han levantado su voz y encontrado respaldo en algunos dirigentes políticos; por el contrario, con unas pocas excepciones, los ganadores potenciales guardan silencio. Toca, pues, asumir esta causa y, como antaño se decía, “echarse el bacalao a cuestas”.

La producción nacional de trigo no ha cesado de caer desde 1960 mientras que el consumo doméstico crece a tasas elevadas. En la actualidad, se cosechan unas 40.000 toneladas, lo cual representa algo así como el 3% de las necesidades del país. Esta postración del cultivo sería, según tesis que goza de cierta popularidad, resultado de una conjura imperialista de los Estados Unidos que, durante algunos años, habría regalado a los países pobres sus excedentes con el fin de que, una vez colapsaran sus cultivos, podría vender caro el grano en mercados cautivos.

Es una lástima que lo anterior, que suena bien, sea falso. El mercado mundial de trigo no está dominado por los Estados Unidos; tiene que competir duramente con otros proveedores, tales como Canadá, Rusia y Argentina; las tendencias del precio, como ocurre con la generalidad de los cereales, son hacia la baja. Pero lo que para nosotros tiene mayor interés es que la caída de la producción nacional se ha dado a pesar de que siempre hemos tenido aranceles elevados; el 20% en promedio. Es obvio, entonces, que no somos competitivos, como no lo es ningún país tropical.

¿A quien beneficia, entonces, la desgravación del trigo? En primer término, a los consumidores; pero no, como resultaría cómodo afirmarlo, por la vía de una reducción del costo del pan y la pasta dado que el arancel del trigo no representa más del 4% del precio promedio. El beneficio se da garantizando que los procesadores  cuenten con el trigo requerido para atender una demanda que aumenta con celeridad: de 21.1 kilos per cápita año en 1991, a 27.1 en el 2003.

La importación de trigo, sin cuotas o arancel, fortalece, de otro lado, una cadena productiva que genera unos 110.000 empleos directos de los cuales menos del 10% están asociados al cultivo. En último término, la desgravación de este cereal, como parte de un “paquete de intercambio”, ayuda a que, con una perspectiva de mediano plazo, Colombia desarrolle alternativas productivas que tienen enorme potencial, tales como las que atrás mencioné.

El problema, se dirá, consiste en la ruina inminente de los productores de trigo, unas 5.200 familias que viven de su cultivo en Nariño y Boyacá. El supuesto implícito de esta afirmación es debatible: la existencia de una altísima elasticidad de la demanda al arancel,  de modo que si este se elimina tendríamos una “avalancha” de importaciones. Pero, aún si ella fuere cierta, la fórmula adecuada no puede consistir en sacrificar el interés nacional en aras de defender, cerrando o encareciendo las importaciones, los de una población campesina que sigue, por razones culturales o agrológicas, atada a un cultivo que carece de porvenir. Lo correcto es garantizarle la compra de su cosecha y ayudarle a replantear su actividad productiva. Es lo que se está haciendo.

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