Describiré la situación típica que se presenta con motivo de las citaciones que el Congreso formula a los ministros para que concurran a las plenarias con el fin de afrontar debates de control político. La reunión es convocada para las 3 p.m., pero, de ordinario, los congresistas se hacen presentes hacia las 4. A esa hora comienza la sesión y aparecen los ministros citados, quienes también llegan tarde. Pero como todavía no hay quórum para deliberar, y por lo tanto, el debate aún no comienza, se utiliza el tiempo para presentar proposiciones y constancias sobre otros asuntos. Hacia las 6 p.m. se da la palabra al primero de los cuatro citantes para que inicie el debate. Como a esa hora la sintonía de la televisión es floja, en ocasiones parece que se deseara extender la primera intervención hasta las 7, cuando el “rating” mejora.

Después de las 8 se da la palabra a los demás citantes. Entre tanto el quórum se ha disuelto. Alguno pide que se declare sesión permanente; aprobada esta declaratoria tanto los citados como quienes los convocan se preparan psicológicamente para una sesión que irá hasta la media noche. Concluidas las intervenciones de los parlamentarios que propusieron el debate, se ofrecerá la palabra a los demás congresistas que quieran hacerlo. Usualmente son entre 6 y 10, los cuales pronunciarán sus discursos en función de los televidentes, más que de quienes se hallan presentes, lo cual es comprensible; concluidos estos, abandonarán el recinto, simultáneamente con buena parte de sus colegas.

Después de las 11 p.m., y ante un auditorio semivacío, se pide a los ministros citados que respondan los cuestionarios formales y los discursos. A media noche, cuando se cierra el debate, sólo están presentes los parlamentarios citantes, los ministros citados, el personal de secretaría y los encargados de la televisión. Acepto, de antemano, que este es el peor escenario; a veces, la realidad es menos sombría. 

Este esquema no es bueno. No garantiza la confrontación ordenada y dialéctica de visiones sobre cuestiones de interés público, de modo tal que los ciudadanos puedan formarse su propio criterio. Niega a los funcionarios citados una oportunidad equitativa de responder los interrogantes que se les formulan. Diluye el trabajo de preparación de los citantes, que normalmente es intenso y cuidadoso. Dificulta la presentación ordenada de conclusiones de una y otra parte. Y, como consecuencia obvia, no ayuda a fortalecer el prestigio de la institución parlamentaria.

Grave esto último. El Parlamento y su estructura de soporte fundamental, los partidos políticos, son la esencia de la democracia representativa. Si ésta carece de sólido respaldo popular es fácil caer, como lo muestra la historia de América Latina, incluidos episodios recientes, en el caudillismo, en el golpe de opinión, o en la judicializacion de la política. 

Se requiere, pues, una mejor organización de los debates. Sugiero reglas como éstas: 1) El tiempo debe ser repartido igualitariamente entre los parlamentarios citantes y los funcionarios citados. 2) Luego de que aquellos intervengan, éstos deben ser oídos de inmediato. 3) A continuación debe darse la oportunidad a voceros de cada bancada política, designados con antelación, para formular interpelaciones; es decir, breves replicas y preguntas a citantes o citados que estos deben responder sin reticencias. 4) Al final debe de nuevo intervenir un vocero del gobierno y otro de la bancada convocante para formular una síntesis de sus posiciones.

Medidas como éstas son posibles y deseables en opinión de muchos parlamentarios. Las dejo enunciadas con el ánimo de que sirvan para un debate importante, a saber: Cómo mejorar la calidad de los debates parlamentarios.

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