No es frecuente que a los funcionarios del Estado se les publique con regularidad una columna. El “suscrito” ha gozado de este privilegio durante buena parte del actual mandato presidencial. He procurado ejercerlo para debatir temas de interés público sin hacer propaganda a favor del Gobierno. Ahora, en plena campaña electoral, se que estoy obligado a escribir con singular prudencia para no ser acusado de violar la norma que me prohíbe intervenir en la política partidista.

Pero como entiendo que lo anterior no impide que emita opiniones sobre cuestiones políticas en la acepción amplia del término; es decir sobre las que tienen que ver con la gestión de los asuntos que conciernen a la sociedad, abordaré una propuesta, formulada por un grupo de parlamentarios, para combatir la pobreza. Se trataría de decretar una moratoria de la deuda pública de la Nación con el fin de destinar los recursos así liberados a programas focalizados en sectores deprimidos de la comunidad, incluyendo, sin duda, subsidios directos.

La iniciativa suena bien. Si bien hay discrepancias sobre la forma correcta de medir la pobreza, y así ella se haya reducido en los últimos años, es incuestionable que algo así como el 18% de la población total se encuentra en la miseria mientras que más de la mitad padece de pobreza. De otro lado, sacudirnos de la deuda generaría abundantes recursos fiscales: en el 2004 su atención comprometió el 79% de los ingresos corrientes del Presupuesto Nacional. Con base en esta cifra es fácil calcular el número de raciones alimenticias diarias que podrían otorgarse, o de viviendas que sería posible construir cada año, en beneficio, desde luego, de los que nada o poco tienen.

¿Por qué, pues, no parar en seco el taxímetro de la deuda financiera y destinar ese dinero a pagar la “deuda social”? Respóndalo usted, amable lector. Aquí tiene algunos elementos de juicio.

De la deuda total, el 37.3% corresponde a deuda externa mientras que el 63.7% está en poder de acreedores nacionales, los cuales, por lo tanto, recibirían el mayor impacto. Conviene saber quienes son estos últimos. Como lo aprendimos en la escuela económica de Robin Hood, no es pecado robar a los ricos si es para ayudar a los pobres. Los primeros indicios son alentadores; más del 50% de los pasivos financieros internos a cargo de la Nación se hallan en poder de instituciones financieras; por ejemplo, bancos y fondos de pensiones. Parece claro, entonces, que, en una proporción importante, debemos a los “ricos”, que, además, lo son en un país que tiene una distribución del ingreso y la riqueza muy inequitativos.

Lamento decir que, en el caso de los bancos, sus inversiones en papeles emitidos por la Nación superan el monto de sus fondos patrimoniales. De allí que la quiebra derivada de que no pudieran recuperarlas dejaría en la inopia, tanto a sus dueños, como a los depositantes, que somos todos, incluidos muchos pobres, salvo que el Estado saliera a rescatar la banca. En tal caso podría resultar “peor el remedio que la enfermedad”. En el caso de los fondos de pensiones, el daño recaería en los trabajadores que son los propietarios de la totalidad de los recursos. Buena parte de ellos devengan bajos salarios y, por supuesto, son pobres.

Detrás de propuestas como la que he examinado subyace la idea de que el acervo de la riqueza social es estático, de modo tal que para que unos mejoren su tajada otros tienen que perder parte de la suya. Esto equivale a ignorar que el crecimiento económico es el arma por excelencia para combatir la pobreza. 
 

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