La Constitución señala que “la cultura en sus diversas manifestaciones es fundamento de la nacionalidad”. Este enunciado ha sido objeto de amplios desarrollos legales. La Ley General de Cultura  ordena que “El Estado impulsará y estimulará los procesos, proyectos y actividades culturales en un marco de reconocimiento y respeto por la diversidad y variedad cultural de la Nación Colombiana”. Inspirada en valores semejantes, una reciente convención de la UNESCO contempla principios que deben ser tenidos en cuenta por los estados en el diseño e implementación de su política cultural. Entre ellos el de “apertura y balance”, según el cual la preservación de su idiosincrasia cultural debe resultar compatible con la posibilidad, abierta a todos los integrantes de la comunidad, de acceder a las culturas de otras regiones del mundo. Importante esto último para evitar que se caiga, como tantas veces ha ocurrido, en un nacionalismo hirsuto.

Es entonces legítimo usar los recursos a disposición de los gobiernos para la adopción de medidas de fomento a las distintas manifestaciones de la cultura. Entre ellas cuotas de pantalla, es decir, porcentajes de exhibición mínimos en beneficio de la producción nacional de televisión. Este instrumento cumple dos funciones básicas: una, de carácter estrictamente cultural,  la de  promover la producción nacional; otra, de intención económica, encaminada a garantizarle una plataforma de lanzamiento desde la cual pueda proyectarse hacia los mercados de otros países.

Desde ambas perspectivas la cuota de pantalla vigente entre nosotros, que es del 70% en la franja que va de las 7 p.m. a las 10.30 p.m., ha sido exitosa. De hecho, la programación producida localmente ha venido incrementándose y ahora copa la casi totalidad de los espacios en ese rango horario, mientras que las exportaciones de televisión crecen a una tasa tres veces superior a las del resto de las exportaciones.

Hasta aquí todos felices. Veamos ahora los problemas. El primero es el inexorable cambio tecnológico. La cuota de pantalla no resulta factible en el ámbito de la televisión cerrada que hoy recibimos por cable y quizás pronto nos llegará por Internet. Al operador por cable puede exigírsele, como en efecto se hace, que incluya en su oferta a los suscriptores los canales nacionales, pero en la practica es imposible exigirle que modifique el producto que recibe de fuera, que es uniforme para todos los países, con el fin de incluir producción nacional; de otro lado, los contenidos que circulan en Internet no han podido ser regulados por ninguna autoridad.

El segundo, consiste en el previsible cambio regulatorio de la televisión abierta (la que usa el espectro electromagnético). Cuado venzan las actuales concesiones que benefician a Caracol y RCN, es probable que se abra una mayor competencia. En un escenario de canales múltiples  la cuota del 70% podría desbordar la capacidad de producir programas de calidad, o, peor aún, ser francamente inconveniente. Imaginen ustedes una situación parecida: que existiera cuota nacional en la radio y que, por ende, estuviéramos obligados a “disfrutar” bambucos y vallenatos en todas las emisoras a la tasa del 70% durante buena parte de las horas de descanso.

El tercer problema consiste en que los Estados Unidos pretenden mejorar el acceso para sus productos audiovisuales a través de algún grado de flexibilización de la cuota de pantalla que protege la producción local; esta, hay que reconocerlo, es una de las más altas del mundo. En la negociación del TLC, como en cualquiera otro conato de acuerdo comercial, las partes tratan de maximizar beneficios y reducir costos. En esa tarea andamos, a sabiendas de la delicada responsabilidad que nos corresponde.    

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